miércoles, 7 de julio de 2010

EL HEROÍSMO DE LOS INDIANOS



Es posible que España fuese un país sumamente distinto sin la contribución de los emigrantes en general y los indianos en particular.
Aunque es abundante la bibliografía, da la impresión de que es un asunto del que se sabe poco, o más bien es excesivamente poco conocido y comentado por parte del gran público. Muchos edificios de las áreas cantábricas y en Canarias, y en general en toda España, fueron construidos por indianos a caballo entre el siglo XIX y el XX, pero con ser tan llamativo, eso no es todo y ni siquiera es una parte lo bastante considerable de la influencia sobre extensos aspectos de nuestra vida y nuestra economía de los emigrantes que hicieron fortuna en América. Un sector muy importante de la banca barcelonesa nació por iniciativa e impulso de indianos, que también construyeron escuelas por doquier, vías de comunicación, saneamientos y múltiples realizaciones beneficiosas para la sociedad, en una altruista y generosa búsqueda del progreso y desarrollo de sus pueblos de origen.
Hemos oído mucho en el pasado reciente sobre la “incidencia” de las remesas de emigrantes en nuestra balanza internacional de pagos, pero da la impresión de que a los indianos se les atribuían papeles más bien pintorescos y no han sido estimados en su justa medida los esfuerzos desesperados que hacían no sólo por volver a sus tierras añoradas junto a la familia amada, sino, también, por mejorar la vida de sus pueblos y ciudades para que otros no tuvieran que emigrar como ellos.
Este libro, que no trata de agotar el tema ni ser un estudio académico ni, mucho menos, estadístico, es un emocionado homenaje para la gente sencilla que vivió vidas fascinantes casi sin querer y que contribuyeron en importante y decisiva medida a que España sea lo que hoy conocemos.

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1-RUMBO A UNA INCÓGNITA
En todas las etapas y eras de la historia, los seres humanos hemos emigrado siempre, por múltiples motivos, y lo certifican los grandes movimientos civilizadores de que tenemos constancia. Celtas, hunos, turcos, mongoles, godos, gitanos, fenicios; muchos grandes pueblos del pasado emigraron bien por la ambición conquistadora de sus líderes o, sobre todo, por dificultades en el país de origen. Desde el primer grupo de homínidos que aseguran los paleontólogos que abandonaron África, probablemente por catastróficos cambios climatológicos, nunca se ha parado de emigrar.
Las poblaciones desplazadas más o menos involuntariamente son una lamentable constante en la historia; y en la de España de los últimos siglos en particular, se dan los casos judío y morisco. Los hebreos expulsados en 1492 llevaban casi dos milenios siendo españoles y por lo tanto cabe suponer la enormidad del sufrimiento de aquellas caravanas de niños, ancianos y mujeres que avistó Cristóbal Colón saliendo de Córdoba cuando se dirigía a Palos con sus capitulaciones de Santa Fe firmadas por los reyes, que, por cierto, vivían rodeados de judíos ennoblecidos que simulaban ser cristianos. El poderoso Luis de Santángel, tesorero real y amigo personal y muy íntimo de Fernando de Aragón, era un converso valenciano. La expulsión de otros españoles en 1613, los moriscos, fue sufrida no sólo por ellos, sino también y sobre todo por los que quedaron, que tenían muy escasa habilidad en su arte inmenso de la agricultura. Éstos son casos extremos, de expulsiones masivas, que también se dieron con comunidades completas e igual injusticia en otros muchos lugares de Europa y en distintas épocas, incluyendo el siglo XX. Pero la que aquí nos interesa en especial es la emigración individual en busca de fortuna.

Refiriéndose a la emigración asturiana, en un libro titulado “Asturias en la Emigración”, el autor Luciano Méndez Muslera explica los motivos que movían a sus paisanos que emigraban: imitación de los que habían triunfado, o lo fingían, la huida de los hidalgos segundones (fenómeno común a toda España; los segundones tenían que buscarse la vida, porque todo lo heredaban los primogénitos). También menciona una curiosa figura: unos “ganchos” agenciados por los armadores a fin de redondear sus negocios. Alude este autor a un motivo que fue recurrente en toda España a lo largo de los siglos, la evasión de la milicia.
Con el intento, acaso fallido, de una evidentísima abstracción de los ciclos verdaderos de la Historia, el autor Guillermo Scarfo afirma que la emigración vasca “no se debía a la falta de trabajo, ni a causa alguna física o económica, a diferencia de muchos levantinos que emigraban a causa de su miseria, y que muchos emigrantes vascos, santanderinos y asturianos suelen llevar pequeños capitales y una formación cultural adecuada"
Rosalía de Castro, nacida en el año 37 del XIX, el de la gran emigración, dedicó sentimiento y emoción dolorida en muchos poemas a la emigración gallega, según el autor Emilio González López. “En Follas Novas (1880) incluyó toda una parte, el quinto libro, a poetizar la triste situación de los emigrantes y de las familias que dejan su tierra, libro que tituló As viudas dos vivos e as viudas dos mortos (Las viudas de los vivos y las viudas de los muertos). En Follas Novas Rosalía contempla el éxodo de las gentes de Galicia que emigran para América. Con inmensa tristeza los ve ir, pensando que no hay nada más doloroso que dejar la propia tierra en busca de un porvenir incierto". En su libro En las orillas del Sar, vuelve a tratar el tema, pero contemplado ahora desde un punto de vista diferente. Ya no ve la poetisa la marcha de los emigrantes, sino que piensa en los que se han ido y están ya en América. Y Rosalía, entristecida por su larga ausencia de la tierra, los llama para que se reintegren a la patria amada. Esta llamada, que tiene el dolor de una madre que se dirige a sus hijos extraviados por el mundo, se expresa en una serie de poemas que recoge bajo el título de Volved…
Volved, que os aseguro
que al pie de cada arroyo y cada fuente
de linfa transparente
donde se reflejó vuestro semblante,
y en cada viejo muro
que os prestó sombra cuando niños erais
y jugabais inquietos
y que escuchó más tarde los secretos
del que ya adolescente
o mozo enamorado,
en el soto, en el monte y en el prado,
y dondequiera que un día os guió el pie ligero…,
yo os lo digo y os juro
que hay genios misteriosos
que os llaman tan sentidos y amorosos
y con tan hondo y dolorido acento,
que hacen más triste el suspirar del viento
cuando en las noches del invierno duro
de vuestro hogar, que entristeció el ausente,
discurren por los ámbitos medrosos,
y en las eras sollozan silenciosos.
Y van del monte al río
llenos de luto y siempre murmurando:
“¡Partieron…! ¿Hasta cuándo?
¡Qué soledad! ¿No volverán, Dios mío?
…que son lo más sentido y bello que se ha escrito en la poesía castellana sobre la emigración. (...) No es Rosalía quien llama a los emigrantes, sino toda Galicia: es toda la tierra, su viento, sus ríos y sus bosques que se han quedado abandonados por los que se fueron".

A pesar de que los poetas y a veces los políticos reclamaban a los emigrantes que volvieran, muchos autores han dedicado monografías a lamentar el maltrato que, mayoritariamente, ha venido dando nuestra literatura a los Indianos. Una injusticia absurda que seguramente la ha motivado en primer lugar la falta de reflexión, añadida a un culposo desconocimiento.
Mirando especialmente a Murcia, el autor José Ibáñez Martín dice que “la Literatura murciana ha cumplido este designio, y en sus obras podemos encontrar la aventura dramática del hombre obligado a desplazarse fuera del ámbito vital originario. Si elegimos como referencia el siglo XX, nos encontramos el testimonio de los arrastrados por la crisis de finales del XIX, y obligados, como el poeta Vicente Medina, a buscar el sustento en Argentina, o en Brasil, Francia y Barcelona, como los personajes de El otro lado del mundo, de Berta Serra. Otras migraciones como la causada por la Guerra Civil o por la búsqueda del bienestar económico en otras tierras quedan reflejadas en obras como Cancionero morisco, de Andrés Salom, los poemas de Julián Andúgar y Francisco Sánchez Bautista, así como en la novelística de José María Castillo-Navarro y José Luis Castillo-Puche”.
Desde una universidad estadounidense, y en un estudio sobre la literatura española, el autor José Ignacio Barrio Olano afirma que: “hay que precisar que las Indias no son, en realidad, un escenario típico de la novela picaresca. No hay, por lo menos en los siglos XVI y XVII, novelas picarescas españolas de ambiente americano y sólo son tres los pícaros literarios que eventualmente pasan a las Indias: Alonso mozo de muchos amos, el buscón Pablos y Lazarillo de Manzanares. Sin embargo, las Indias son una referencia constante en la picaresca, porque si no aparecen propiamente como un escenario, sí aparecen como una expectativa, como un rumbo conocidísimo en el que es más emblemática la vuelta que la ida y como una carrera a seguir. Es precisamente en "la carrera de las Indias" donde se forma el personaje del perulero o indiano que, una vez acumulada suficiente riqueza, regresa a España para vivir de las rentas. En ese momento histórico, el rumbo de las Indias es, como lo expresa Estebanillo González, "el camino de la codicia.” En la picaresca, la mentalidad mesiánica de Cristóbal Colón ha quedado por tanto reemplazada por una mentalidad lucrativa y mercantil: si el propósito más definitivo de Colón era transportar el oro y las riquezas americanas hasta Jerusalén para reconstituirla como ciudad escatológica y cumplir así las profecías de Isaías y de Esdras, un pícaro como Lazarillo de Manzanares dirá, por el contrario, lo siguiente: Mi intento... nunca fue vivir de asiento en éste o en otro lugar alguno de los de España, antes dar conmigo en las Indias, donde hombres bajos vienen de ordinario ricos, aunque vayan sin oficio, porque, llevando consigo el poderse aplicar a mercaderes de cosas bajas, nunca se vienen sin dineros. Para la mentalidad picaresca, las Indias se asemejan por tanto a la tierra fabulosa de Jauja o de Cucaña, donde el interesado puede, con un poco de maña, "lograr las cosas con poco trabajo o a costa ajena."

Nada más lejos de la realidad que la idea de que los emigrantes conseguían sin esfuerzo sus logros, impresión injusta que está bastante difundida, sobre todo entre quienes escriben sobre indianos. No sólo autores españoles han abordado la cuestión. El italiano Edmundo D’Amicis imitó a los de novelistas y poetas españoles que desgranaban sus nostalgias y penas por los emigrantes que no volvían y los que volvían incomprendidos. Además de Rosalía de Castro y Pío Baroja, han escrito sobre ellos Leopoldo Alas, Rafael Alberti, Juan Antonio Cabestani o el propio García Lorca, que los conoció y habló con ellos in situ, tanto en La Habana como en Buenos Aires.
Vituperados y maltratados con demasiada frecuencia por muchos ciudadanos de algunos de los países de acogida, que a pesar de necesitarlos tanto pasaban en seguida a criticarlos “porque venís a llevaros lo nuestro”. Y cuando volvían los indianos a España se encontraban prácticamente con la misma incomprensión, que en este caso amargaba mucho más. subido

A pesar de su antigüedad milenaria y su persistencia, que pareciera motivar un impulso insoslayable de nuestra especie, en la génesis de la emigración siempre hay alguna calamidad; pobreza, invasión de otros pueblos, humillaciones, hambre o esclavización por parte de poderes extraños. Hasta el Éxodo de Moisés fue una emigración para librarse de la odiosa esclavitud faraónica a que estaban sometidos. Todavía casi acabando el siglo XX, en 1996, vimos unas imágenes que nos parecían escenas de la Biblia: más de quinientos mil hutus huyendo del exterminio. No resulta probable que se haya emigrado en masa nunca porque sí, por el placer de conocer otras tierras.

De manera bastante irónica, un cubano llamado Leocadio Machado, de origen portugués, escribió sobre los indianos:
“Eran inconfundibles, orondos, sonriendo a diestro y siniestro, enseñando un puñado de dientes de oro que les iluminaban la boca y con sus leontinas, también de oro puro, colgándoles del chaleco descaradamente. Con el veguero entre los labios, bien machacado, babeando de gusto a punto de apagarse, y el jipijape cubano cubriéndoles la cabeza. Con las barrigas hinchadas como bombos de tanto arroz con frijoles y tanta yuca y quimbombó. Y es que la mayoría venía de Cubita la Bella que por aquel tiempo era la niña bonita de la emigración, mucho antes que Venezuela se ganara a pulso el honroso sobrenombre de la Octava Isla Canaria. Los indianos por aquel entonces regresaban con sus pesos contantes y sonantes amarrados en la faltriquera, producto de tantos años chapando caña bajo soles de justicia, sudando en los trapiches o participando en las faenas del tabaco. En cuanto avistaban en el horizonte la silueta del Teide se les enviaban racimos de besos volados. Ya en tierra, cantaban el himno del regreso con música y ritmo de la chamelona mientras respiraban, todos de golpe y con ansias, los viejos aires del terruño, añorados una y mil veces en los años de la lejanía. Y demás, a buscar aposento en el lugar que los vio nacer. Allí, en sus pueblos de origen, contoneándose como pavos reales, se construían casas nuevas con más ventanas y las puertas de entrada más anchas que las que dejaron. Después se sentaban junto a ellas, en los atardeceres, a contarle a los vecinos lo bien que se vivía en Santiago, el mucho trabajo que había en Camagüey, cuánto había crecido La Habana y lo hermosas que eran las mulatas”.
Retrato algo inclemente que, evidentemente, se queda en lo superficial y no ahonda en sentimientos ni motivaciones profundas.

Menos conocidos que otros casos son los canarios que actuaron como arietes en la colonización de grandes áreas de América. Entre ellos, los ileños de Luisiana:
Poco tiempo después del Descubrimiento, la corona de Castilla favoreció y subvencionó la emigración de canarios para la colonización y de América. Casi todos eran soldados. Más tarde, fueron artesanos y campesinos con el objeto de establecerse y fundar con sus familias industrias y poblaciones, y, especialmente repoblar muchas localidades que, pasados los primeros ardores del Descubrimiento, experimentaban más despoblación, como varias islas del Caribe. A Santo Domingo fueron familias de agricultores, con equipamiento de aperos de labranza y materiales para la edificación de viviendas; en 1545 se obligó a Francisco de Mesa a fundar un pueblo en Montecristo, con 30 vecinos casados en las Islas Canarias. Estos hechos ocasionaron la salida masiva de habitantes creando una verdadera despoblación en Canarias, que motivó que se prohibiera la salida de vecinos, indispensables para la defensa de las islas. En el siglo XVII había aumentado peligrosamente la presencia de extranjeros en las colonias españolas e interesaba reforzar la proporción de súbditos leales. En 1659, para evitar la pérdida de Jamaica, "nada mejor que una armada despachada de la península cargada de gentes que han de ser de trabajo y provecho, como lo es la de las Canarias". En esta época es cuando se experimentó un flujo de emigración canaria muy fuerte hacia Cumaná, Venezuela, Antillas o Florida

Emigrar es un acto muy doloroso. Como en la canción “Maitechu mía” que escribió el granadino maestro Alonso (autor también de otros mitos como “Banderita” y “Pichi”), el emigrante lo deja todo atrás, inclusive el amor de su vida, para luchar por el dinero y, algún día, como decía la canción, “al verse rico volver por ella”.
Por dejar sentimientos a sus espaldas, el emigrante hasta abandona jirones del alma entre el núcleo de sus raíces, y cuando regresa a recuperarlas, las raíces, como todo organismo vivo, las encuentra evolucionadas y le resulta muy difícil reconocerlas. Si es que puede hacerlo, porque muchas veces no lo consigue, ya que conserva una imagen congelada en la memoria que no tiene nada que ver con lo que observa al bajar del avión. Se han dado muchos casos de emigrantes que regresan a su lar y, ante el desconcierto de no poder identificarlo, les pasa como a la Penélope de Serrat –que no reconocen la cara decrépita de su amor- y se dan media vuelta para volver innortados y sin ánimos al país de acogida, donde envejecen y hasta mueren.
Ni el emigrante que vuelve es completamente el mismo que se fue ni la tierra que encuentra es la que dejó. Se mueven las olas, crecen o mueren los árboles, unos prosperan y otros se desesperan; ninguna población permanece inmutable en el tiempo, como la de aquella película musical Brigadoon de Vicente Minnelli, un cuento lleno de magia y misterio que protagonizó Gene Nelly. Al contrario que Brigadoon, que reaparecía cada cien años sin haber cambiado ni un chorro de su fuente, las personas reales, los paisajes, los países y las ciudades nunca paran de cambiar. El tiempo es un enemigo invencible de la nostalgia.
Ciertos autores, algunos catalogados por el Instituto Cervantes, relacionan “indiano” con “frustración”. Hay que resaltar que los primeros que veían sus vidas en cierta manera malogradas eran los propios indianos, que encontraban más suspicacia y rechazo en sus anhelados paisanos que comprensión y bienvenida.
El despiste y la perplejidad del emigrante que volvía afanoso en busca de lo que añoró durante los años más duros de su vida, es seguramente uno de los factores que dieron pie al fenómeno no demasiado optimista de los indianos en la literatura, que ya en la primera mitad del XIX dramatizaba el Duque de Rivas en su “Don Álvaro o la fuerza del sino”.
Arquetipo del espíritu trágico del romanticismo, y en el romántico escenario de Sevilla, el personaje de Ángel de Saavedra acumulaba en sus faltriqueras el pesimismo de todos los indianos inconformes con la fatalidad de su sino. Aunque es inverosímil que alguien tenga tan mala suerte como él, no dejaba de participar en cierto modo del anhelo del antiguo emigrante por alcanzar la felicidad que muchos le niegan.
El fenómeno ha sido tan recurrente y tan extenso, que nuestra literatura se vio obligada a prestarle atención como hemos visto (aunque no toda la que hubiera debido), pero en términos generales se aprecia en los autores –salvo los que fueron emigrantes ellos mismos- la asunción y la participación de unos prejuicios sociales que siempre han sido sumamente injustos y, a la vista de lo escrito sobre el tema, se nota que jamás hicieron los pueblos ni los literatos el indispensable esfuerzo de comprensión.

Hay un personaje casi paradigmático en nuestra zarzuela, Juan el Indiano, de Los Gavilanes. En él se resume aproximadamente la arquitectura de motivos e impulsos de los indianos y uno llega a suponer que el autor debió de vivir la experiencia en carne propia o conocerla de cerca. Tal como se desarrolla el libreto en la escena, el público percibe a ese indiano superficialmente como el “malo” de la historia, sin ahondar en el dolor y la perplejidad que sentiría el personaje de ser real, porque no es posible leer entre líneas en un texto teatral y muchos menos si es cantado. Emigrado pobre muchos años atrás, siendo muy joven, Juan regresa rico pero ya maduro a su pueblo marinero, pensando, como el amante de Maitechu, en recuperar su amor. Pero Juan tiene en la memoria una imagen detenida en el tiempo del fervor romántico y de ese amor, y la cara que recuerda no se parece casi nada a la que encuentra, por la que los años no han pasado en balde. Aquella muchacha llamada Adriana se ha hecho mayor, está casada y es madre de una hija, Rosaura. El escalofriante drama consiste en que Juan el Indiano reconoce en la hija, Rosaura, la cara de su amor añorado y se enamora de ella, amparado por los poderes que le da su riqueza. Pero Rosaura tiene ya un amor, Gustavo, y no presta oídos al nuevo poder que Juan representa. Despreciado y despechado, Juan compra todas las deudas de la familia de Adriana y Rosaura con objeto de hacer méritos para casarse con la muchacha, que está siendo presionada porque el pueblo en pleno considera que el dinero de Juan va a ayudarles a redimir la pobreza del villorrio. Los vecinos esperan cada uno su prosperidad personal por obra de Juan y temen que los desdenes de Rosaura puedan malograr su esperanza. Mientras, el Indiano canta:
“Oh, país del oro,
me diste un tesoro
que con mi trabajo
supe conquistar…”
Juan el Indiano ya no es el muchacho pobre e insignificante que emigró porque no encontró otro camino de escapar de su desdicha. Ahora representa de modo muy visible y ostentoso la opulencia y el poder que la mala literatura tradicional suele motejar como odiosos, y la maledicencia y la solidaridad con Rosaura y Gustavo va poniendo poco a poco a los pueblerinos en su contra a pesar de la ambición colectiva. Juan sigue cantando:
“El dinero que atesoro,
todo el oro
nada vale para mí…”
El Indiano siente que está perdiendo sus posibilidades de reencontrar un amor que ya no existe y se desespera hasta el punto de actuar movido más por el despecho dolorido que por el amor. El desarrollo posterior del libreto, aunque exprese con un “happy end” traído por los pelos la moraleja facilona tradicional de la comedia, sugiere sin nombrarlo el dolor estupefacto de un hombre que al regresar rico habiendo sido pobre, comprueba de hecho que lo ha perdido todo.

Aunque no tanto como Irlanda, Italia o Polonia, y además de los casos judío y morisco, nuestro país ha vivido etapas de emigración masiva. Coincidiendo con grandes pérdidas coloniales, crisis, guerras o convulsiones nacionales, se han producido distintas épocas en que el dolor de abandonar cuanto se ama era sobrellevado colectivamente por grandes multitudes. Épocas en que las pateras viajaban al Sur y al Oeste.
No es casual que tantas coplas lloren las ausencias de quien dejó atrás todas sus referencias y amores. Concha Piquer brindaba con vino español comprado en una farmacia en Nueva York, “qué bien que sabe ese vino, cuando se bebe lejos de España”, y, al chocar las copas, los suspiros de todos los presentes eran “Suspiros de España”. El vasco que dejó a Maitechu jurándole amores y prometiéndole el oro y el moro si lo esperaba “y si me esperas, lo que tú quieras, de mí conseguirás”, trabajó incansablemente hasta que pudo volver, “saltó a tierra el primero”, en busca de su adorada… que ya había muerto, también de dolor. Y Juanito Valderrama hizo extraños rosarios de dientes en su mítica copla, donde el pobre emigrante que “Atrás iba dejando a España” no imaginaba a lo que se enfrentaría. Por ello, esa melodramática canción ha sido una de las letras más coreadas por emigrantes españoles compungidos y llorosos de ausencias en Buenos Aires, Montevideo, Río de Janeiro, São Paulo, Quito, Santiago, Lima, Bogotá, Cartagena, Caracas, San Juan, Panamá, La Habana, México y en todas las demás ciudades hispanoamericanas, donde las sociedades y hermandades de emigrantes españoles son instituciones tan respetadas como temidas por el poder, influyentes clubes que llegan a ser, como en caso de Buenos Aires, poseedores de modernos y grandes hospitales. Nuestra música en general, la copla en particular y la zarzuela están llenas de emigrantes que se marchan con el corazón roto o vuelven para hundirse en el pozo del desconcierto.
Abundan las referencias indianas y emigrantes en el folclore de toda España. En un estudio sobre “Chácara y tambores”, de la isla canaria de La Gomera, se dice: “Como punto cubano se entiende el canto de décimas (improvisadas o no) acompañada de instrumentación. Según algunos estudiosos, el nombre de punto deriva del punteo del instrumento, sea laúd, bandurria o tres. El adjetivo cubano, vincula directamente esta manifestación con la isla de Cuba que conocieron nuestros emigrantes. La décima es una estrofa de diez versos, que admite diferentes combinaciones. La que nos interesa es la atribuida al poeta malagueño Vicente Espinel (de ahí que se le conozca también como espinela), que la utilizó en su publicación Diversas Rimas (1591). La décima como forma poética abandonó el ámbito exclusivo de lo culto y se convirtió en poesía popular, practicándose a lo largo y ancho de todo el mundo de habla hispana, tomando diferentes ropajes musicales según las zonas, pero manteniendo siempre su esquema métrico”.


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En resumidas cuentas, parece que no hay más remedio que ser ex emigrante para comprender cuánto duele la distancia y cuánto se ama a España al regresar; amor total, sin excentricidades diseminadoras. Curiosamente, se nota todavía, después de 515 años, hasta entre los sefardíes que sobreviven en Turquía y el Oriente europeo.
En la ya mencionada perplejidad de no hallar lo que se recuerda, podría explicarse el heroico afán del emigrante que regresa por mejorar lo que encuentra. Deseosos de desarrollar la cultura y la prosperidad del villorrio que abandonaron, los emigrantes regresados han construido escuelas, fundado instituciones, donado estatuas y edificado algunas de las casas más hermosas que miran el bravo oleaje del mar Cantábrico y otras costas.
También pueden darse casos como reproducir con todo detalle la fuente de La Cibeles en una plaza de México, en la avenida de Oaxaca; copia en bronce vaciada sobre un molde exacto de las esculturas originales, que hace unos años nos obligó a ver en Madrid durante mucho tiempo la fuente tapada por sacos terreros como si hubiera una guerra. Se alzó en esa plaza mexicana por las donaciones de los nostálgicos miembros de la Comunidad de Residentes Españoles en México.
Nadie que no haya emigrado puede calcular los soles, los inviernos, los agotamientos y los sudores que han podido costar cada uno de los pesos que pagaron esa fuente, o los que costearon tantas obras de indianos diseminadas por toda España, particularmente en el Norte y en las Canarias.

Las convulsivas emigraciones de masas “especializadas” que registró la historia española con los judíos, moriscos y, también, los jesuitas, se prolongaron en el tiempo durante el siglo XIX ya con una motivación sobre todo económica. Pero todavía en 1813, tuvieron que emigrar los “afrancesados” cuando Pepe Botella fue expulsado; serían tal vez unos once mil. Hubo casi inmediatamente otra emigración por motivos políticos, en 1814, cuando el grito de “vivas las caenas” se tornó premonitorio y Fernando VII ordenó encarcelar a los liberales que habían apoyado la Pepa, la Constitución de Cádiz de 1812. El XIX continuó dispuesto a ser recordado como el siglo de todas las decepciones de nuestra historia que culminaría con el desaliento de la Generación del 98, y las oleadas de exilios se convirtieron en habituales. En 1839 tuvieron que irse casi treinta mil carlistas que no pudieran digerir lo de Vergara. Los carlistas continuaron exiliándose durante varios años y fundando prósperas comunidades, sobre todo en Francia. La asonada de Prim también ocasionó un exilio masivo en 1866. Y las restauración monárquica de 1874 produjo de igual manera la huída de temerosos con memoria. Era tan recurrente esta escapada de perseguidos por el poder (que todavía en 1936 continuaría produciéndose) que Larra llegó a decir que ser liberal en España equivalía a presentar candidatura para la emigración. Para nuestra desgracia, esas emigraciones políticas nos dejaban esquilmados de intelectuales y gente pensante y, además, para más inri, mientras tanto se iba produciendo un chorreo inagotable de emigraciones de jóvenes vigorosos por razones económicas, porque el Imperio estaba desmoronándose y al tiempo que la Metrópoli se empobrecía más y más, surgían nuevos estados necesitados de sangre joven, preparada y ambiciosa que les ayudase a progresar. Las antiguas colonias, que en los siglos XV y XVI habían recibido colonizadores en masa procedentes de Extremadura, Vascongadas y Andalucía, vieron llegar al independizarse a enormes grupos de gallegos, asturianos, cántabros y canarios. Durante el XIX y gran parte del XX, ellos sentarían las bases que convirtieron a Buenos Aires, Caracas Bogotá, La Habana y México en capitales modernas y prósperas.

Con todo, y aunque creamos que nosotros hemos emigrado mucho, y ha sido realmente así, resulta que no es demasiado comparado con el conjunto de Europa, incluyendo los estados más prósperos. Durante el siglo XIX y hasta mediados del XX, emigraron hacia tierras americanas unos cuarenta millones de europeos.
En comparación, podemos decir que nuestra emigración ha sido modesta; lo que debe tener que ver con la idea de que aquí se vive mucho mejor que en otros sitios, lo que es verdad en cierto modo. Precisamente por eso sufrieron tantísimo los que se fueron, porque el entendimiento español de la cotidianeidad, con no ser muy práctico en cuanto al desarrollo y la prosperidad, es muy apetecible. Y lo comprobamos por los centenares de miles de jubilados europeos que se mudan a nuestras costas a participar de la juerga en que nosotros convertimos la vida. Los que saltaron el charco y esperaron en algunos casos decenios hasta volver al menos para unas vacaciones, gimieron de modo indescriptible la pérdida del paraíso español.
Por eso daban tanto al volver. Les inspiraba un deseo sincero de ver a sus terruños desarrollarse del modo que ellos habían visto en otras partes, pero también era en muchas ocasiones una especie de peaje que pagaban para ganar el derecho a reintegrarse.
Aunque este libro se escribe con la pretensión de glosar la epopeya de los indianos, es imposible no señalar la desatención de los lugareños que miraban con desconfianza y cierta hostilidad a los regresados que volvían repletos de ideas de progreso y con el alma llena de amor insatisfecho y buena voluntad..
Más de un millón de españoles corrieron a hacer las Américas en el periodo que va de 1905 a 1914, lo que fue una triste manera de emprender el mismo siglo que presenciaría el éxodo de los intelectuales republicanos (cientos de miles) y la diáspora por la próspera Europa, durante los sesenta, de gallegos y andaluces en busca del industrialismo alemán, francés y suizo.
Mientras, no ha dejado de producirse la llamada “emigración golondrina”, esa salida eventual de campesinos para las vendimias y la recogida especializada de otros productos de temporada, llegando a ser familias enteras las que se desplazan todavía hoy.
No es exagerado calcular que durante el XIX más de medio millón de asturianos, gallegos, castellanos, vascos, manchegos o extremeños dejaron España para procurar su cornucopia en América. La meta solía ser Cuba o Argentina, México o Uruguay. En esos países y muchos otros, dejaron una herencia cultural inmensa y un riquísimo patrimonio arquitectónico. En muchos casos, establecieron para siempre en tales ciudades sus apellidos, renunciando en muchos casos a sus esperanzas. Como vemos todavía hoy en las guías telefónicas de las grandes ciudades de Hispanoamérica, fueron muchos más los que dejaron de esperar.

¿Qué ganaron aquellos emigrantes enriquecidos con tanto esfuerzo y tantísimas calamidades y penas?
Ex emigrante, el escritor gallego José Neira Vilas narra que: “Yo llegué a Buenos Aires a comienzos de la década de los 50, en una época que allí se vivía una extraordinaria efervescencia gallega. Todo aquello que no se hacía en Galicia porque no era posible, se estaba haciendo allí: editoriales, música, concursos literarios, actividades culturales… Además en aquellos intereses había allí personajes que hacían posible tales actividades, como Luis Seoane, Lorenzo Varela, Suárez Picallo y muchos otros intelectuales exiliados que fueron grandes figuras en la cultura gallega. Ellos continuaron en Buenos Aires el trabajo iniciado por otros emigrantes gallegos”.
El Centro Gallego de Buenos Aires fue fundado el 2 de mayo de 1907. O sea, no hace mucho que se cumplieron sus primero cien años de vida. Un centro sin el cual la vida ordinaria de Buenos Aires no podría ser entendida. También en Caracas, como en otras ciudades, existe un centro gallego que allí se llama “Hermandad Gallega; poseedora de un extensísimo recinto ajardinado en pleno centro de la ciudad, dentro hay de todo, hasta teatro y barbacoas.
En su mayoría, los emigrantes eran hombres jóvenes con no muy extensa preparación, que no veían nada provisor en su porvenir. Emigraban sobre todo en busca de futuro y planteándose su marcha como provisional. Todos deseaban volver luego, aunque fueron innumerables los que nunca pudieron hacerlo. En unos casos, porque formada una familia, con hijos y nietos del país de acogida, el regreso se convertía en una quimera. En otros, se postergaba el regreso una y otra vez a la espera de “reunir un millón más”.

El estudioso gallego Rául Sotelo Vázquez asegura:
“La vocación migratoria de los españoles fue inferior a la de británicos, italianos, escandinavos o portugueses y se concentró en las regiones periféricas que disponían de más facilidades para el transporte, mejor información sobre las oportunidades en los potenciales destinos o parientes y vecinos ya instalados en éstos, y que contaban además con los recursos materiales y relacionales de sus explotaciones domésticas para financiar el viaje al otro lado del mar. Esta emigración temporal con el ideal de retorno fue una ’industria de los pobres’ que estaba perfectamente integrada en el ethos cultural del campesinado minifundista de las regiones atlánticas (Eiras e Rey, 1991, Brettel, 1991; Anes Álvarez, 1998) y que tuvo importantes consecuencias en la modernización económica y en la transformación social de los escenarios de partida.”.
Albergaban sueños y ambiciones diversas, con un punto convergente: la reivindicación de sí mismos que no se materializaba en sus lugares de nacimiento.
Mas existía un resquemor común en todos ellos a la hora de partir: Por mucho que conocieran cuál era su destino, en realidad se trataba siempre de una incógnita. Durante los siglos XIX y XX la emigración de los españoles a América experimentó etapas diferentes. Entre 1980 y 1935, eran emigraciones masivas que procuraban oportunidades laborales y prosperidad. Durante la Guerra Civil, conforme la República retrocedía sus intelectuales y políticos echaban a correr y realzaron la importancia de algunos lugares, como Tolosa en Francia o Ciudad de México. A partir de la Guerra Civil, la emigración descendió mucho, a excepción de los que se marchaban por razones políticas. Pero fue el final de la Segunda Gran Guerra lo que dio pie de nuevo a los grandes movimientos de emigración española hacia América, aunque esta etapa fue más bien corta y languideció hacia el final de la década de los 50. Durante los 60, América dejó de ser el destino ansiado y los emigrantes emprendieron los más peliagudos caminos europeos.

Los escritores hispanoamericanos también han tratado de abordar la cuestión, en ocasiones con gran estilo y capacidad, como el venezolano Arturo Úslar Pietri, en Las Nubes:
“No ocupa mucho puesto América en la literatura española durante la época colonial. Fuera de los libros escritos en el Nuevo Mundo y de las crónicas e historias que tratan de él, poco es lo que dedican a América los grandes escritores peninsulares durante los tres siglos que dura el imperio. Poco hay en el canto de los más grandes poetas, poco en el teatro, muy poco en la novela. Acaso la única excepción mayor sea la de La Araucana, de Ercilla. Lo que más abunda son referencias ocasionales a ciertos rasgos, a ciertos hechos o a determinados personajes de las Indias. Como la famosa y tan repetida de Cervantes. Y la repetición de algunos conceptos que eran sin duda los que predominaban en las más de las gentes sobre el continente nuevo. Como los de su riqueza, extrañeza e inmensidad. En un libro de mucha laboriosidad y de gran importancia un erudito del Plata, Morínigo, ha recogido y estudiado las referencias y las concepciones atingentes a América que aparecen en el teatro de Lope de Vega. No es ciertamente mucho lo que ha encontrado, pero es revelador. Lope en sus comedias reflejaba con fidelidad no superada los sentimientos, las ideas y los gustos populares. Lo que él dice de América es sin duda la expresión exacta de lo que el pueblo español del siglo XVII pensaba de las remotas y fabulosas Indias. De entre todas las referencias a cosas americanas que Morínigo saca del inmenso teatro de Lope de Vega, una de las más curiosas, repetidas y significantes es la que toca al hombre de las nuevas tierras. Lope le llama siempre indiano. A veces lo pone en escena de cuerpo entero, a veces lo describe un personaje español, y a veces alguien se hace pasar por indiano para engañar con provecho a los otros. Pero en todos los casos los mismos rasgos se repiten, acentuados en ocasiones, hasta la caricatura. Para Lope, y sin duda para la mayoría de aquel público que se sentía retratado en su teatro, era indiano todo el que venía de América. Fuera español, o fuera criollo. Lo cual pone de resalto un hecho importante, como es el de que el ambiente americano tuvo desde el comienzo tanta peculiaridad y fuerza propia como para hacer al español que venía desemejante del español que se quedaba, hasta confundirlo en identidad de rasgos, a los ojos del público de comedias de Los Corrales, con el criollo. Más tarde la voz indiano no se aplicó sino a los españoles que volvían de América, y muy rara vez a los criollos. Esos indianos de Lope son personajes muy coloridos y caracterizados. Al aparecer en escena la gente podía identificarlos. Y no pocas veces eran figuras cómicas puestas para hacer reír. Los principales rasgos con que aparecen vienen a ser como la más antigua identificación del carácter hispanoamericano en presencia de lo castellano tradicional. De lo que después se llamó castizo. Por lo general son gente sospechosa de la que se sabe poco y de la que puede suponerse mucho. Vienen de muy remotos lugares. Y nadie a ciencia cierta puede decir lo que haya de verdad o de mentira en lo que ellos cuentan. Esto es, precisamente, lo que hace fácil la aparición del indiano simulado. Las más de las veces el indiano de la comedia es moreno. Se alude repetidas veces a esa condición. Las más de las veces se atribuye al ardiente sol del Nuevo Mundo. Pero en veces se deja adivinar la presencia del mestizaje. El indiano de la comedia siempre es rico o hace creer que es rico. Las voces indiano y rico llegan a ser sinónimas. A los truchimanes de la comedia se les engolosina la imaginación ante la vislumbre de tanta riqueza. Se habla con frecuencia de las minas de oro y plata. Están como rodeados de la aureola del Potosí. Y el indiano acentúa esta impresión de riqueza con su exagerada ostentosidad. Con el gran tren de su casa, con sus carruajes, sus servidores y sus llamativos trajes. Este rasgo va curiosamente acompañado de otro que parece contradecirlo y que es el de la tacañería. Indiano y tacaño es lo mismo. Todos saben que el indiano es rico, pero también que no es amigo de darle a los demás. Los pícaros y los parásitos que lo persiguen tienen que ingeniarse mucho para sacarle algunos doblones. La verdad es que debían parecer tacaños porque los gastos que hacían parecían siempre desproporcionadamente pequeños junto a las fabulosas riquezas que se les suponían. Lo que daban siempre parecía poco. Cualquier gallofero debía pensar que podía hacerse rico con sólo topar con la generosidad de algún indiano. No hubiera habido Potosí suficiente para satisfacer las esperanzas de lucro de los que se acercaban al indiano. Por mucho que diera, siempre había de parecer tacaño a quienes pensaban que podía dar sin tasa. De allí, sin duda, surge esa contradicción de su prestigio de rico y ostentoso y de su fama de tacaño. El rico y ostentoso indiano que aparecía en las tablas tenía además la manía de las pretensiones caballerescas. Siempre andaba invocando algunos enrevesados linajes para que se le tuviera por caballero o con derecho a algún título de Castilla. Todos se ponían el don, en ese tiempo en que tal tratamiento era una distinción nobiliaria. No se contentaba con ser rico, sino que quería ser noble o que se le tuviera por tal. Y esas pretensiones, las más de las veces absurdas y mal fundadas, eran las que le especulaban los parásitos y las que lo transforman en un personaje que hace reír a la gente del patio. Como las hace reír la afectación de su lenguaje. Al oír a alguien hablar con rebuscadas razones y raros vocablos se empieza a pensar que es un indiano. Hay como un gusto de la expresión artificiosa que corre pareja con la ostentación de su vestido y de su riqueza. Ese lenguaje cultista, afectado y prolijo lo distinguía de los que los oían en la península. «Gran jugador del vocablo», dice Lope. Y a esta abundancia y artificiosidad del hablar se asociaba la inclinación a mentir. Con tanta cosa desconocida y de tono fabuloso a la que hacer referencia. Como lo dice en Los guanches de Tenerife:
Que los que del Nuevo Mundo
vuelven a España nos cuentan
mil embelecos...
Era en Sevilla donde más abundaban los indianos. La ciudad que era la puerta oceánica de América. Allí se les veía en todo el esplendor de sus pintorescos rasgos. No era necesario verlos ni oírlos para identificarlos. Sabemos por estas preciosas referencias del teatro de la época que bastaba pasar por la calle para conocer la casa del indiano. La denunciaban los criados negros a la puerta y el verde loro en su jaula que nunca faltaba en el balcón. O alguna chacona o areito que tarareaba la servidumbre. Y a ella se dirigían los parásitos de la ciudad en busca de dádivas y los más torcidos letrados en busca de pleitos que complicar. Los pleitos de títulos de tierras o de reconocimientos de servicios o de nobleza que eran tan característicos del indiano como el loro o como los esclavos negros. Así se componía la imagen del indiano en la comedia española del Siglo de Oro. Y con esos caracteres se presentaba a la imaginación de los españoles que tenían a su cargo concebir los destinos del imperio”.
Úslar Pietri, heredero él mismo de emigrantes, es un profundo amante de España y conocedor de nuestra literatura. Certeramente, señala el maltrato que nuestros autores han dado habitualmente a los indianos. Prácticamente ninguno habló de sus dificultades, sus miedos, sus pesares.
Si difícil era imaginar lo que podían deparar Buenos Aires, Caracas, Bogotá, La Habana o México, donde vivían cientos de miles de españoles y se hablaba español, la incógnita se volvía aun más desesperante cuando se trataba de emigrar a Ginebra, Bonn, Lyon o Munich.
Podían subir al barco, al tren o al avión con la respiración suspendida. Y no siempre era sólo por el dolor de abandonar a sus familias y sus puntos de referencia. Angustiaba sobremanera la incertidumbre sobre el destino. Por mucho que el compadre o el hermano hubiera hablado de los lugares adonde habían emigrado, la suerte que les esperaba allí era siempre una incógnita que, en muchísimos casos, se desveló como un puñetazo en la nariz. El hombre tiende a idealizarlo todo a la distancia, sea kilométrica o temporal, y los ya emigrados, en sus vacaciones, hablaban de buena fe de venturas que tan sólo estaban en su imaginación. Podían mover sin pretenderlo a sus hermanos o amigos a imitarles aunque todos sabemos que nadie puede copiar y reproducir el destino de otro hombre.
Pero fuera bueno o malo lo que se encontraban, nunca dejaban de intentar que mejorase lo que habían dejado atrás. A veces con sacrificios indescriptibles, no dejaban de enviar fondos a sus familias.
Las remesas económicas de los emigrantes estimularon y aceleraron la progresión desarrollista de España. Contribuyeron en medida tremenda y no bien dimensionada (ni tampoco reconocida suficientemente) a la prosperidad de grandes ciudades hispanoamericanas pero, al mismo tiempo, enviando dinero a sus familias facilitaban el avance de España. Todavía hoy, las remesas de emigrantes españoles representan un rubro interesante de nuestra balanza de pagos, aunque ahora se vea bastante compensada por los giros a sus respectivos países de nuestros inmigrantes ecuatorianos, marroquíes o argentinos. En esto también, como en la música, se está produciendo un viaje de ida y vuelta.
Pero por mucho que enviaran nunca lo consideraban parte de su acervo personal. Ellos tenían que alcanzar unas metas que no solían estar claras, fueran en cuanto a la realización personal o a la dimensión de su riqueza. “A ver si sumo un milloncete más”.
Y cuando se alcanzaba la cifra ambicionada…


2-EPOPEYA EN TIERRAS EXTRAÑAS
Es posible que sólo un emigrante pueda comprender la magnitud y la hondura del verbo esperar.
En todas las grandes ciudades hispanoamericanas hay un lugar donde se concentran los quioscos de prensa principales, que importan periódicos europeos. Los de cada país llegan un día específico de la semana, incluyendo diarios y semanarios, independientemente de que exista en la ciudad de acogida una edición especial de algún diario español. Causa una congoja inenarrable asistir a un espectáculo que se repite con monotonía: en Caracas, por ejemplo, hay una calle llamada Sabana Grande, en cuyo arranque, un poco más ancho que el resto, se sitúan dos grandes quioscos que reciben los martes publicaciones de España. Suponiendo que los repartidores lleguen habitualmente a las 11 de la mañana, si se visitan a las 9.30 ó a las 10 las cafeterías de alrededor es posible oír más acento español de lo acostumbrado. Anhelantes, los emigrados acechan como almas en pena, con ojos hambrientos, la llegada de la furgoneta que reparte los periódicos.
En cuanto esa furgoneta se acerca a uno de los quioscos, el revuelo es como la “carrera del oro”, porque no es raro que algún diario se agote en seguida. Y es que no todos los que esperan son hacendados ricos o profesionales libres. En muchos casos, se trata de empleados que han pedido un par de horas de permiso para ese fin concreto. Porque no todos ni la mayoría, realizan sus sueños.
A las penurias para pagarse el pasaje y los problemas de la travesía, había que añadir las dificultades de adaptarse cuando llegaban a sus ciudades de acogida. Hay que considerar que mudándose dentro de España de una región a otra ya se encuentra diferencias que producen extrañeza y, a veces, incomodidad; la mudanza a otro país en tierras tas lejanas entrañaba siempre choques culturales inmensos; no sólo por los horarios, formas de entender la diversión o la extrema rareza de las comidas; sobre todo, se trataba del espíritu con que encarar la vida; siempre hay que tener muy presente que nosotros los españoles entendemos el día a día de manera distinta a todo el mundo; no es que sea para sentirse muy orgulloso, pero es verdad que el vitalismo español, tanto en Cataluña, como en Andalucía como en Galicia, no se da en ninguna parte y menos en los países hispanoamericanos. Nadie come a las tres en todo el mundo. Ni cena a las once. Ni trasnocha a diario. Esas cosas, que algunas pueden parecer perniciosas, no las hace nadie salvo en España.
Los emigrantes no solían viajar demasiado informados sino que, con frecuencia, llegaban con una visión sumamente desenfocada, inducidos por los emigrados anteriores, que ocultaban sus vicisitudes y sólo hablaban de glorias. Fueron innumerables los que se sintieron defraudados en sus expectativas. El proceso de adaptación presentaba unos peldaños para los que nadie los había preparado. Casi siempre, la realidad, crudísima, desbarataba los sueños. Cuentan muchos que al rato de llegar, caminaban sin rumbo por las cercanías de los muelles, llevando en la mano un papel con una dirección escrita, cuyo camino nadie les señalaba.

Hubo un recodo de la Historia en que Hispanoamérica fue extraordinariamente solidaria con los españoles; el exilio republicano halló en algunos países, como Colombia o México, amables y acogedores refugios donde no sólo sobrevivir, sino, también, llevar adelante sus proyectos intelectuales. Refiriéndose a la contribución de los emigrantes políticos republicanos españoles en Colombia, la escritora María Eugenia Martínez Gorroño escribe: “A partir de 1934 el Partido Liberal en Colombia inició un proceso de renovaciones e impulsos gubernamentales con la intención de industrializar y modernizar el país. Como base imprescindible se planteaba la reforma del sistema educativo. A consecuencia de la caída de la II República (española) varios exiliados españoles, ya en territorio francés, buscaban un destino americano donde ubicar su exilio y algunos de ellos fueron invitados y seleccionados para establecerse en Colombia. Los proyectos y necesidades ocasionaron la preferente ubicación profesional de los exiliados españoles hacia el campo profesional de la enseñanza, principalmente universitaria. Así la Universidad Nacional, en periodo de estructuración y la Escuela Normal Superior, entidad creada para solventar la carencia de profesorado cualificado para enfrentar la reforma, se convirtieron en las dos entidades en donde los exiliados españoles prestaron sus servicios. En ellas no sólo impartieron clases, sino que contribuyeron a la creación de nuevos estudios y especialidades. Varios exiliados españoles fueron el motor fundamental para la creación de nuevas facultades, centros científicos y de investigación que se convirtieron en el punto de partida para el inicio de nuevas ciencias, en donde se formaron los primeros especialistas del país”.
El exilio republicano, una de nuestras cíclicas emigraciones forzosas, fue oportunamente beneficioso en el caso de Colombia y sumamente útil para muchos otros países hispanoamericanos. Curiosamente, éstos exiliados que se consideraban a sí mismo emigrantes “muy provisionales”, figuran entre los que más han permanecido en sus lugares de acogida, pero sin dejar de añorar el jamón de Jabugo y las gambas a la plancha.

Los españoles que vivían en tierras lejanas igual que Santa Teresa, “sin vivir en mí”, nunca rindieron su esperanza y habitaban la ciudad de su emigración años y años sintiendo que se trataba de algo transitorio. Tal es la razón de buscar las noticias de España como alimento de primera necesidad; acudían a comprar el periódico de su preferencia pero lo hacían generalmente mucho antes de la llegada, por si se agotara; por tanto, esperaban y esperaban, sin importar cuánto.
Y esperar, no pararon de hacerlo durante el tiempo que duraba lo que sus corazones interpretaban como exilio.
La espera suprema era, por supuesto, la fecha en que podría tomarse un avión o un barco que se dirigiera a España.
Pero vistos desde España, desde las localidades donde quedaron sus familiares, los emigrantes viven vidas maravillosas. Recorren territorios fabulosos, contemplan paisajes mitificados en el cine y los reportajes, miran de cerca animales que los permanecientes sólo pueden contemplar en las revistas o los documentales de la 2. En la creencia de los que permanecieron, el emigrante es incomparablemente feliz y privilegiado, porque experimenta sensaciones y placeres que ellos no podrán experimentar jamás.
Ésa es una de las visiones más distorsionadas que puede ofrecer el desconocimiento. Un desconocimiento basado en la creencia de que la universal forma de vivir es la suya, que llega a constituirse en prejuicios sumamente injustos.
Los sociólogos ven la emigración como un factor de corrección de las diferencias de densidad poblacional y de riqueza entre estados. Así, fríamente; si en su país hay un veinte por ciento de parados, soluciónelo enviándolos al purgatorio de la emigración. Que sus hijos crezcan sin padre es cosa suya. Que se les rompa el alma es una fatalidad que tendrán que sufrir los desplazados.

Y aunque se iban muchos padres de familia cuyos hijos crecían como desconocidos, fueron muy numerosos los hombres prácticamente adolescentes que se marchaban porque habían crecido bajo la convicción de que la emigración iba a ser su única e insoslayable salida. En los últimos años del XIX y los primeros del XX, centenares de miles de jóvenes se marcharon de Asturias, Cantabria y otras zonas del Cantábrico, y cruzaron el Atlántico en busca de una vida mejor. Abundaban los adolescentes y hasta niños menores de 17 años, edad límite en que podían librarse entonces del servicio militar.
La realidad no es nunca el espejismo que se cree ver a la distancia. Es duro vivir en cualquier parte, hasta en el paraíso, porque acechan serpientes, pero lo es más si uno es cierta clase de inadaptado que, por esperar y esperar, posterga una y otra vez la decisión de “renacionalizarse”. Hay emigrantes españoles que han vivido fuera treinta o cuarenta años conservando el pasaporte. Por muy bello y privilegiado que parezca el que el emigrante viva en un país exótico, las dificultades acechan en cada recoveco de la vida. Y si se es español, está la cuota de nostalgia añadida de ese modo de entender la vida que nosotros tenemos, que nunca se parece ni remotamente a la manera de entenderla en la ciudad de acogida, por mucho que hablemos de “países hermanos”. Los llamados “países hermanos” de América no se parecen mucho a España, salvo el idioma, y a veces ni eso. Podría decirse como aquel escéptico inglés que aseguraba que lo único que diferenciaba a Inglaterra y Estados Unidos era la lengua. Hay muchas maneras de hablar el español, y lo vemos sin necesidad de salir de España, pero la realidad es que en muchos casos es difícil entenderse con un sudamericano en su país, aunque hable su versión del idioma. Pero los modos de vida tienen poco que ver con los nuestros. Es muy posible que, prescindiendo del idioma, uno pueda sentirse más en casa en Nueva York que en Quito, pongamos por caso. Y para colmo, en el centro de Nueva York, los aledaños de Times Square, se oye más español que inglés.
Percibimos todo lo desconocido como peligroso. Ésa es una constante de la condición humana, pero el peligro en bastantes lugares de América es real. A veces únicamente por la feracidad de su naturaleza, exuberante hasta en la producción de infecciones y hongos. Otras veces, la peligrosidad la exhiben maneras de entender la sociedad y las jerarquías y otras, la persistencia y desarrollo de algo que fueron los comerciantes de la Casa de Contratación de Sevilla los que lo llevaron allí: la corrupción. Es imposible describir el miedo que, siendo completamente inocente y arcangélico, puede uno sentir en ciertas ciudades de América Española cuando se acerca un policía.

Puede que no sea transmisible a otros la experiencia muy personal de sentirlo todo como extraño, como hostil. A quien permanece y se desarrolla en una misma ciudad y evoluciona junto a ella y al mismo ritmo que toda una comunidad, le resultaría incomprensible el relato de algunas circunstancias. Contaba un emigrante una anécdota ocurrida en la ventanilla de control documentario del aeropuerto de cierta gran ciudad hispanoamericana. Había viajado por medio mundo y, en el origen, había pedido visa en su ciudad de partida para ingresar en ese país; el sello de la visa consignaba el número de pasaje que el emigrante presentó en aquel momento, pero en un viaje largo es muy frecuente cambiar de ruta por múltiples circunstancias y el que mostró al cabo de dos meses en la ventanilla mencionada ya no era el original. El funcionario examinó con mucho detenimiento el número una y otra vez, así como el rostro del emigrante; lo miró socarronamente y en vez de rechazar su ingreso, le dijo:
-¿Sabe usted que yo puedo rechazar su ingreso y hacerle dar media vuelta, para ir de nuevo a Los Ángeles? También podría encerrarlo setenta y dos horas.
Como es lógico, el emigrante se quedó de piedra, preguntándose con angustia qué podía hacer. Dudó unos instantes, calibrando la dimensión del lío en que se había metido, cuando sintió una mano que se posaba en su hombro y le hacía volver la cabeza.
Un norteamericano bastante mayor y con apariencia de muy experto, le dijo en inglés, por lo bajo:
-Mete un billete de veinte dólares en el pasaporte y dáselo al policía.
Maravillado, el emigrante comprobó instantáneamente el efecto. Sus problemas acabaron ahí.

Algunas dificultades no eran tan anecdóticas. En realidad, muchas de ellas no tenían nada de divertidas. Con relación a la guerra independentista de Cuba, Ramiro de Maeztu, conocedor de los tremendos y muchas veces insoportables sufrimientos de los emigrantes, escribió en “Los españoles en América”:
“Es curioso que la revolución actual de Cuba haya anunciado la adopción de medidas contra los comerciantes españoles. No será la primera vez que una revolución americana persiga a nuestros compatriotas. Tampoco será la última. El comercio español en América es una de las cosas más florecientes del nuevo mundo, y las revoluciones suelen ser enemigas de las instituciones que prosperan. Tampoco son afectas a las órdenes religiosas, que en América suelen estar constituidas por españoles, y que también progresan lo bastante para afilar los dientes de la envidia. Si la gobernación de los pueblos hispánicos estuviera dirigida por pensadores políticos de altura, lo que se haría es estudiar con toda diligencia el secreto de las instituciones prósperas y desentrañar sus principios, a fin de aplicarlos y adoptarlos a las otras: al ejército y a la enseñanza pública, al régimen de la propiedad territorial y al de la dirección del Estado. El lector puede estar seguro de que no hay en América instituciones de estructura más sólida que el pequeño comercio español y las congregaciones religiosas. El día en que el espíritu de conservación de nuestra América se sobreponga al instinto revolucionario, no cesarán las prensas de estampar libros que estudien uno y otras”.

Contrariamente a lo que se afirma, los españoles han ido encontrando con bastante frecuencia incomprensión y hostilidad en algunos sitios americanos, a partir de Fernando VII y el proceso que le siguió. Curiosamente, tales actitudes eran sostenidas por personas apellidadas Sánchez, Rodríguez o García. Junto a algún himno nacional en el que se afirma que nos arrancarán el corazón, hay sitios en el que se cuentan episodios protagonizados por colonizadores españoles que practicaban el canibalismo (¡). Esa clase de reproches y disparates eran producto de los inventos nacionalistas, que mienten y distorsionan siempre la historia porque tienen que convencer a sus seguidores de la peligrosidad del odiado; lo curioso es que luego, en la cotidianeidad, esos sentimientos no se ponen habitualmente de manifiesto. Hay muchas ciudades donde las élites presumen sin excepción de antepasados españoles, ufanándose de apellidos más o menos hidalgos; recurren con frecuencia a pretensiones de biografías heroicas que son verdaderos prodigios de imaginación.
Sorprendentemente, hay muchos países donde el ideal físico humano siempre es el español del tópico. Castaño, altanero, con bigote ellos o melena larga y rizada ellas. María Félix y Jorge Negrete podrían ser paradigmas de ese ideal

Aunque parezca extraño, dado los muchos brasileños que inmigran aquí ahora, todavía son bastantes los españoles que residen en el Brasil. Los grandes flujos migratorios españoles hacia ese país tuvieron lugar en torno a tres ciclos históricos. Durante el final del siglo XIX, la década de 1889 a 1899, se fueron a Brasil 175.000 españoles. Es la época de la regencia de María Cristina y la guerra de Cuba, lo que tuvo enormes repercusiones sobre el fenómeno migratorio. Después fue durante la década de 1904 a 1914, cuando saltaron a aquel país un total de 243.600 españoles. En 1914 comenzó la guerra europea y se produjeron muy grandes y violentas agitaciones sociales en España (semana trágica, campañas de Marruecos, etc.). Por último, hubo otro gran flujo de emigrantes en la década de 1951 a 1961, con un total de 105.845, porque el final de la guerra europea coincidió también con enormes movimientos de emigrantes españoles. El idioma no ha sido en Brasil nunca un inconveniente, entre otras razones porque toda la gente educada habla fluidamente el español. Hubo españoles que se hicieron muy ricos y vivieron razonablemente felices en esa tierra. Muchos de ellos, para nuestra sorpresa, abrazaron los ritos animistas de Umbanda y algún gallego o andaluz llegó a ser “pãe de santo”, que es una especie de sacerdote de esa religión. A despecho de este síntoma profundísimo de adaptación incondicional, y a despecho también de la postal turística, la vida en Brasil es muy dura para quien esté acostumbrado a otra cosa.
La última oleada de españoles emigrantes hacia América Hispana se produjo en los cincuenta del siglo XX. Aunque ya había comenzado la emigración a distintos países europeos, algunas repúblicas americanas todavía se sugerían como destino deseables para los españoles. Argentina, Venezuela y Brasil fueron los principales países hacia donde subsistió el éxodo.
Además de la nostalgia, la añoranza, el amor insatisfecho y el deseo de abrazar a los parientes, la vida de un emigrante puede ser catastróficamente dura. Desde el mismo acto de emigrar.

Hubo un tiempo en nuestro pasado reciente en que, por las dificilísimas circunstancias sociales de los cuarenta, emigrar era una necesidad perentoria y, como vemos hacer ahora a los que llegan del Sur, muchos jóvenes españoles se jugaron la vida en embarcaciones que no se llamaban “pateras” pero venían a ser muy semejantes. Un grupo en concreto, se reunió para comprar conjuntamente una barcaza marinera en las costas entre Málaga y Cádiz y sin conocimientos marineros apenas, iniciaron una odisea digna de Jasón y sus argonautas. Primero buscaron sin ninguna pericia Las Canarias, imitando a Colón, que era lo que a algunos de ello les parecía lo más astuto de la historia. Una vez allí, y después de varios días de indeterminación y miedo, y tras mucho preguntar, se hicieron a la mar con más pánico que esperanza; pusieron rumbo al Oeste, confiando más en la suerte que en un plan que no tenían. Azotados por olas descomunales, y a los pocos días por el hambre y la sed, siguieron obsesivamente la derrota del Sol poniente y fueron y fueron adelante hasta llegar a perder el sentido del tiempo y el espacio.
Se habían propuesto llegar a las costas de Venezuela, y les parecía que el rumbo que estaban siguiendo les llevaría allí de cualquier modo, fuesen cuales fueran los inconvenientes que se les iban presentando. Desfallecidos, con algún muerto a bordo y los demás casi a punto, y más de la mitad queriendo lanzarse al agua para acabar el viaje de una vez, fueron perdiendo la conciencia bajo un Sol despiadado hasta que la barcaza acabó navegando a su aire, sin gobierno ni acechanza de ninguno de ellos. Soñaban paraísos que no encontraban en su debilidad de moribundos, y no llegaba ningún alcatraz a despertarles con sus graznidos para avisarles de que la tierra estaba a la vista. La riqueza aparecía ante ellos retrocediendo burlona y cubierta de una niebla remota, donde las ilusiones se volvían de hielo, y el oro dejaba de brillar, eclipsado por la desesperanza de la pesadilla. El próspero paraíso soñado no era de este mundo, o al menos no era del mundo al que ellos pertenecían. Antes de perder el último viso de conciencia, se convencieron de que no había en la tierra nada que se les permitiera ambicionar.
Nunca supieron calcular ni aproximadamente el tiempo que vivieron en ese limbo sin objeto. Todos, en sus ensoñaciones febriles, crían que habían muerto y ya nada podría hacerles volver al proceloso mar donde derivaban sin rumbo.
Un día, despertaron mientras iban siendo depositados en una playa de arenas de color salmón claro, transportados en brazos de hombres desnudos. Cubiertos de plumas a modo de galas en la cabeza y con las caras extrañamente pintadas, aquel pueblo les alimentó y les cuidaron todos ellos, incluidas sus sonrientes y abnegadas mujeres, hasta que fueron consiguiendo ponerse de pie después de algunos días.
Tardaron aún algún tiempo en averiguar que no habían alcanzado las costas de Venezuela, sino las de Brasil, pero sí comprobaron pronto que aquel pueblo aborigen, primitivo pero nada salvaje, les había salvado la vida.
Acabaron hablando el curioso “portuñol” (mezcla de portugués y español) que hablan casi todos los españoles de Brasil, y muchos alcanzaron la prosperidad allí y vieron con el tiempo que sus hijos y nietos sólo hablaban portugués, mientras ellos soñaban todas las noches con regresos quiméricos atiborrados de bacalao al pil-pil, pulpo a feira y chorizo de Cantimpalo.

Pocos que no hayan visto desde muy cerca el fenómeno conocen la infinidad de motivos, percances y decepciones que han abonado el sufrimiento de los emigrantes durante toda su historia. Con motivo de la celebración del Día del Emigrante, que festejan en Argentina todos los cuatro de septiembre, el autor Enrique F. Widmann-Miguel escribió:
“Nos sos de acá ni sos de allá. Conmemorándose el 4 de septiembre en la República Argentina el Día del Inmigrante, vale recordar el dolor del desarraigo de la desvinculación familiar, las penurias, sufrimientos y esfuerzo de mujeres y hombres que protagonizaran la emigración española a tierras americanas, ya que además de su valor histórico y emotivo, constituye un ejemplo que, con visión de futuro, abre un panorama pleno de esperanza, de comprensión, de integración en suma, en una Iberoamérica realizada y compartida. Así como hoy muchos hispanoamericanos, que buscando su lugar en el mundo en la moderna y democrática España actual, aportan lo suyo para fortalecer la estructura del vínculo humano que hace a la integración, los españoles que arraigaran en Iberoamérica, fueron los precursores que construyeron los cimientos de la sólida base sobre la que se apoya tal estructura, que permitirá afrontar con la fuerza de la unión el desafío del cambiante y competitivo mundo de hoy.
La emigración, hecho profundamente arraigado en los sentimientos de muchos de los que, aunque nacidos en suelo americano, reconocemos nuestra raíces allende los mares, se ha reiterado en la historia de la humanidad, cuando los hombres debieron encarar situaciones coyunturales de depresión en su tierra de origen que, limitando su participación económica y social, obstaculizaran su desarrollo individual y familiar; enfrentando situaciones que los llevaron a buscar nuevos y mejores horizontes, con oportunidades alternativas de vida y trabajo, surgiendo entonces el fenómeno de la emigración como puerta de salida y solución para el problema planteado.
La emigración ha sido incluso motivo de inspiración de la expresión creadora de los artistas, que dejaron memoria de ello en sus obras. Ejemplo de ello son las coplas de El emigrante, canción que inmortalizara el célebre Juanito Valderrama:
Adiós mi España querida
Dentro de mi alma
Te llevo metida,
Y aunque soy un emigrante
Jamás en la vida
Yo podré olvidarte…
Con esperanza, buscando mejores horizontes, numerosos españoles salieron de sus pueblos para instalarse en otras tierras, soñando con un mejor futuro. Así, cruzaron el océano, llamados por algún familiar o amigo que los precediera, o por determinación propia, para “hacer las Américas”.
Siguiendo sus destinos, tuvieron dos querencias: estando físicamente en una, con el alma puesta en ambas.
Materialmente, son evidencia de ello las mejoras que los españoles de América introdujeron en sus pueblos de origen, en la medida de sus posibilidades. En numerosas poblaciones de España se realizaron diversas obras con recursos recibidos de América; no sólo recursos económicos, pensando, en su momento, también el aporte cultura.
La revista “La Estampa”, de Madrid, destacaba en una nota del año 1932 que, en Corporales –pueblo de León- a los niños se les llamaba “pibes”, a la mujer, “china”, a la propia madre “mi vieja”, informando que, para esa época, había más vecinos de esa villa leonesa en la Argentina que en el pueblo.
La emigración masiva fue de tal magnitud que, aún ahora, Buenos Aires puede considerarse como la quinta provincia gallega, por el gran número de personas de ese origen residentes en la capital argentina y alrededores que, inscritos en el Censo Electoral de Residentes Ausentes (CERA), llegan a influir con sus votos en los resultados de elecciones autonómicas y municipales.
Distinta suerte tuvieron los emigrantes españoles en su viaje a América. Muchos pudieron hacerlo sin mayores inconvenientes. Otros, fueron estafados por delincuentes que operaban en la vecindad de los puertos, aún antes de salir. Algunos, sufriendo penurias en el viaje”.

No ser de ningún sitio es lo peor que el emigrante siente. Tanto en su exilio como, paradójicamente, después del regreso. Nunca se puede llegar a ser del país de acogida, ni siquiera en el caso de nacionalizarse. Lo triste es que, después de regresados, comprenden que tampoco son de aquí. Sus claves han variado, aunque no adoptara las del país que los acogió. Y nadie puede cambiar drásticamente sus claves cuando ha madurado y se ha desarrollado como persona. Si alguien emigra a los veinte años, todavía no es un hombre pleno, todavía le quedan muchos cursos de la vida que completar. Cuando crece en otro ambiente y madura con él, se convierte en un híbrido; un ser con conceptos inoculados por sus padres y amigos de la niñez que asume de adulto comportamientos y valores distintos. Al crecer y convertirse en maduro en otros ambientes, tampoco puede considerarse plenamente de acá cuando regresa. Y lo más grave es que los demás, sus paisanos, son los primeros en notarlo.

Desde el principio, como vimos, les acechaba el “malfario”, que con penosa frecuencia acababa dejando de ser una acechanza para realizarse. Albergaban esperanza, pero siempre tenían que esperar. Podía engañarles un abusón que los estafaba con un pasaje falso en el que se iban todos sus ahorros. Y por lo tanto la espera se prolongaba aún más. Luego, una vez en cubierta, había que esperar a ver lo que les deparaba la suerte en La Habana, Río de Janeiro, Buenos Aires, San Juan o Caracas. Una vez llegados, la espera consistía en perseguir la fortuna, que podía llegar con ruedas ligeras o con terribles penalidades. Por fin, la espera consistía en aguardar a “tener lo suficiente”, que con frecuencia nunca era bastante. Mientras, ¿quién puede poner precio a las caricias que no recibieron de sus madres, al consuelo que no les llegó de sus hermanos o al consejo que no recibieron de sus padres?
Blanca Sánchez Alonso, en “Las causas de la emigración española”, escribió:
"Antes de iniciar un viaje debían hacer cuentas sobre lo que invertían y lo que iban obtener de esta búsqueda de trabajo. Por una parte los gastos monetarios: el precio del viaje y del alojamiento y sustento durante un periodo no inferior a un mes; además los ingresos perdidos tanto durante el tiempo del viaje, como durante el período de búsqueda de trabajo y aprendizaje en el nuevo empleo. Pero con ser éstos importantes, no se podía olvidar los gastos síquicos de pérdida de familiares y amigos; adaptación a otras costumbres, clima, etc. Para compensar estos gastos el emigrante tenía que tener alguna información previa de lo que se iba a encontrar al otro lado del Atlántico, por ello era un estímulo muy importante que en ese destino estuviera ya algún familiar o vecino que hubiera transmitido a través de carta o simplemente demostrara a través del envío de remesas que la situación laboral de ese lugar le permitía vivir y ahorrar".

En su “blog”, Roque Alonso escribe:
“Los pisos y apartamentos de los barrios periféricos, dormitorios de las grandes ciudades españolas. Se construyeron en los años 60-70 del siglo pasado para los millones de extremeños, andaluces, castellano-manchegos, gallegos... que habían llegado a las grandes urbes pocos años antes y, tras una o dos décadas de sufrido trabajo, empezaban a vislumbrar algún desahogo económico. Pisos de pocos metros y delgadas paredes. Barrios con más edificios que metros cuadrados, con menos jardines y servicios públicos que vecinos ricos; mal diseñados y peor atendidos. Ahora, la historia de la emigración la protagonizan otros, llegados a cientos de miles en los últimos años a esta España opulenta y algo olvidadiza. Magrebíes, sudamericanos, subsaharianos, rumanos... También huyendo de la miseria, el hambre y la inseguridad. Ahora son ellos quienes alquilan, a precio de oro, esos pisos tan gastados que dejaron los ex emigrantes españoles de los 70 para comprarse uno nuevo, con jardín y piscina comunitaria, o el adosadito en zona residencial, con aire puro y vecinos más selectos, sin inmigrantes hacinados en el piso de enfrente, entre otras cosas. Aquella emigración española, con sus desarraigos y sufrimientos, largas jornadas laborales y sueldos «competitivos», hicieron posible la España desarrollada de hoy. Esta inmigración de ahora, con similares o peores condiciones humanas y de trabajo, que vive en la calle o en ‘pisos patera’, ¿puede ser tan mala para el país? Si no podemos evitar nuestra situación geográfica, entre dos continentes (Europa y África) y dos mares (Atlántico y Mediterráneo), aprovechemosla con inteligencia, sin falsos temores. Tenemos la ventaja de que aún hay muchos españoles que vivieron en esos mismos pisos tan usados, que también fueron pobres, explotados y diferentes y, sin embargo, lograron salir adelante sin dejar de ser “gente de bien”.

Graciela Guzmán y Jesús Guanche escriben en “Emigrantes españoles en Cuba”:
La emigración española fue un proceso continuado a lo largo de los siglos XIX y XX que, con diferentes características, fue evolucionando desde una colonización dirigida a la creación de núcleos urbanos, con el establecimiento de colonos blancos, hasta la entrada de trabajadores libres en régimen de asalariados, de acuerdo al desarrollo de la economía y del sistema productivo cubanos.
Además de estos factores de índole económica, en el proceso de inmigración y colonización blanca actuaron otros factores de carácter político, social y cultural. La demanda de mano de obra abundante y barata se hizo sentir cada vez con mayor fuerza desde que el sistema esclavista entró en crisis y gran parte de esta oferta, tanto en las ciudades como en el campo, fue cubierta con la llegada masiva de inmigrantes españoles.
Hasta 1904 Cuba fue el destino principal de los españoles que decidieron emigrar. El período en que se registra el mayor volumen de entradas de emigrantes en la isla abarca desde 1912 a 1921 y desciende a partir de ese último año, tras la caída de los precios del azúcar en el mercado mundial y la crisis que sobrevino.
ETAPAS DE LA MIGRACIÓN
PRIMERA ETAPA: (1882-1930). Es la etapa de la migración española masiva a Iberoamérica, debido a problemas de tipo económico, problemas demográficos, etc... Cuatro de cada diez españoles se asientan en La Habana, y una proporción similar en las provincias azucareras de Oriente, Camagüey y las Villas.
SEGUNDA ETAPA: (1931-1945). De la emigración económica al exilio político. Se producen en Cuba las primeras reticencias a la emigración española a aceptar la llegada de refugiados, escudándose en los problemas laborales. Realmente era el temor a estos emigrantes, considerados peligrosos desde el punto de vista político, pues podían alterar su paz social.
TERCERA ETAPA: (1946 -1958). El retorno a la emigración económica. De nuevo se produjo una situación de reanudación del flujo migratorio, gracias a la expansión económica que sufre esta zona, coincidiendo con el rápido desarrollo de la industrialización. En 1960 la escasa emigración recibida tiene como resultado un estancamiento de las cifras de españoles residentes con respecto a 1950.
EXPERIENCIA DEL VIAJE
El viaje de los emigrantes españoles hacia Cuba comenzaba en una localidad, pueblo o capital de España. Si salían de uno de los grandes puertos de embarque, el periplo se simplificaba bastante; si no, el emigrante tenía que trasladarse a la costa, al puerto que le había sido adjudicado por la agencia de emigración correspondiente. El tren se convirtió en uno de los medios de transporte más usados por la emigración en la primera fase del viaje. Las familias también llegaban a los puertos en “caravanas”, viajando por España a pie o en carros.
Ya en las ciudades portuarias, pasaban una larga espera hasta que llegase el ansiado momento de embarcar. A todo esto se sumaba la compleja documentación que los emigrantes tenían que presentar ante el gobierno civil del puerto para poder embarcar.
Los momentos del embarque y la despedida en los muelles alcanzaban cotas de gran dramatismo. Muchos de ellos no volverían a ver a sus familias, a su pueblo ni a su país. Era un punto de no retorno. Sin embargo, en muchos casos, algunos emigrantes no pudieron resistir los momentos de tensión previos al embarque. Las deserciones y arrepentimientos no fueron infrecuentes.
El embarque no se efectuaba directamente a los buques sino mediante lanchas y barcazas que les conducían desde los embarcaderos hasta los buques fondeados en las dársenas.
Durante la travesía, hombres mujeres y niños tenían que soportar un viaje cuya duración nunca era inferior a 20 días. La travesía de los barcos migratorios estaba llena de penalidades, a pesar de las inspecciones por parte de las autoridades de Marina e Inmigración españolas. Éstas no fueron muy rigurosas y acababan embarcando más pasajeros de los que debían, o se llevaba un número insuficiente de chalecos salvavidas, e incluso se separaban familias o iban los hombres por un lado y las mujeres y los niños por otro. Además, sufrían incomodidades, falta de higiene, hacinamiento, suciedad, parásitos en la literas, frío o calor, hambre (era habitual la escasez de alimentos, las comidas mal cocinadas, la suciedad de los alimentos), y hasta era normal la escasez de agua potable a bordo. En definitiva, se padecían condiciones de vida infrahumanas.
También hay que suponer lo duras que debieron ser las condiciones en que aquel éxodo tremendo de la Guerra Civil se encaminó hacia su indeseado e imprevisto destino. A pesar de que muchos de los obligados a exiliarse eran personas muy destacadas, entre las que abundaban importantes profesionales. Ernesto García Camarero en “El exilio español de 1939” escribió: La presente parte de esta obra, dedicada a la ciencia en la emigración de 1939, presenta, a diferencia de otros campos de la cultura, una peculiaridad notable, consistente en el hecho de que la ciencia no ha arraigado en España desde el Renacimiento, pese a los dos grandes intentos que en tal sentido se han hecho en los tres últimos siglos, y por tanto una emigración en el cuerpo débil de la ciencia española, todavía inmaduro, ha significado un retroceso más notable y grave que en otras disciplinas más arraigadas en nuestro suelo y por ende de más fácil resurgimiento. Por esta peculiaridad nos vamos a permitir un párrafo introductorio sobre la actividad científica en la cultura española contemporánea y sobre las instituciones científicas de antes de la guerra, que nos ayuden a apreciar la magnitud del fenómeno de la emigración de científicos españoles motivada por la derrota de la República en nuestra guerra civil. También incluimos un párrafo en el que, sin pretender dar soluciones a problemas tan complejos, trataremos de señalar que un tema de sumo interés es el estudio de las causas y circunstancias específicas que motivaron la emigración de científicos y con ello tratar de evitar que un problema de la magnitud del exilio de 1939 se trivialice intentando en muchos casos reducirlo a una conveniencia personal o a una falta de patriotismo.
El caso ya mencionado de los marineros inexpertos que acabaron en Brasil pretendiendo ir a Venezuela, se repitió mucho. Javier Rada, en “Cayuquero, mi amor: Emigrantes españoles, el pasado de un drama actual”, escribe: “La Elvira” fue un paupérrimo velero que transportó en 1949 a más de 100 inmigrantes clandestinos españoles a Venezuela. Reproducimos su odisea gracias a los descendientes de uno de ellos, Paco Azcona.
En Venezuela habitan hoy 126.000 españoles, la mayoría de origen canario o gallego (el 54% regresaron). Sólo entre 1948-1950, unos 12.000 canarios emigraron. Entre 1900 y 1913, 180.000 emigrantes españoles zarparon al año.
Por comunidades. Los gallegos, canarios, vascos, catalanes y andaluces fueron los que más emigraron. Dependiendo de la época, y de las leyes migratorias, hubo cargamentos clandestinos, embarcados en alta mar, o en los puertos de Burdeos, Lisboa, Marsella o Gibraltar, lugares más permisivos. También hubo inmigrantes que viajaron de modo legal, acudiendo a las propuestas de empleo. (les motivaba) Hambre y riquezas. Emigraron por la miseria reinante en el país, o escuchando indebidamente a los reclutadores que prometían riqueza, o a sus propios familiares por sus cartas. "Júrame que no morirás", le dijo, siendo niña, Blanca Azcona a su padre, Paco. "Miénteme, dime que estaremos siempre juntos, unidos, como eternos Don Quijote y Sancho Panza", susurró con cálido acento venezolano. Paco Azcona, su "papá", ‘incumplió’ la promesa, y murió a la edad de 76 años. ¿Acaso podía cumplirla? En su entierro, en el municipio venezolano de Guarena, sonó el segundo himno de aquel país: “Alma llanera”. Y cuando la tierra que le había acogido cayó sobre el féretro, sus hijos improvisaron una isa canaria, su última voluntad: "Palmero sube a la Palma…". De su memoria sobreviven los recuerdos de sus tres hijos (Blanca, Raquel y Jesús). Y de su historia, una cinta de casette en la que narró el calamitoso viaje.

Mientras, enormes extensiones de España se quedaban desiertas. Santiago Lázaro Carrascosa, en “Emigración soriana hacia América”, escribió: A esta regla de despoblación soriana no debería escapar, y no escapó, nuestro pueblo natal, que de haber tenido en épocas anteriores hasta bien entrado el siglo XX, 500 a 550 habitantes, ahora han quedado reducidos a 30 ó menos, y no está lejos el día en que, como tantísimos pueblos sorianos y castellanos, se convierta en un pueblo abandonado.
Las causas fundamentales de esta emigración y sangría humana de Trébago, así como de la provincia, no son otras que la necesidad perentoria e ineludible de procurar el alimento y sostén primarios de la vida material, y no ya el satisfacer ocios o expansiones lúdicas y de descanso. Es decir, ante la imposibilidad de conseguir siquiera el mínimo de alimentación, vestido, vivienda y educación, en el medio rural del pueblo, los habitantes no tuvieron más remedio que emprender el camino de la emigración. Aunque no se nos olvida que las guerras, las discordias entre nobles, entre estos y la Monarquía, la peste, los atropellos cometidos por la Monarquía, la Nobleza y la Iglesia sobre los campesinos, menestrales y artesanos, también lo fueron, el principal motivo y causa de la emigración fue la penuria económica de las gentes del medio rural.
El término de Trébago, de unas 2.200 Has., de las cuales unas 650 son susceptibles de explotación agraria, dirigida a cereales, se puede considerar medio agrícola, medio ganadero. Es decir, no tiene las condiciones idóneas, como gran parte de la provincia, para la explotación, en su tiempo, de la ganadería trashumante, aunque algo tuvo, pero sí para en combinación con la agricultura mantener ganados estantes locales, de cuya simbiosis procedía el rendimiento económico para mantener la población. Como consecuencia de este equilibrio agrícola-ganadero, todos estos pequeños pueblos fueron sobreviviendo, aunque fuera en no muy buenas condiciones”.
Lamentablemente, la mayoría de quienes intentaron la travesía fracasaron en el viaje o en cuanto a amasar la fortuna que pretendían. No fueron demasiados los que consiguieron la riqueza soñada, los más numerosos ganaban apenas lo suficiente para sobrevivir. Fueron muy pocos los triunfadores, y muchos de estos volvieron en muchos casos con el secreto impulso de deslumbrar a los conciudadanos de una España miserable; tan admirados como odiados, los indianos importaban en su viaje de regreso, sobre todo, las ansias de vivir. Porque habían padecido de todo, lo primero incomprensión. Por eso fueron incontables los barcos de emigrantes clandestinos detenidos en las costas de Venezuela durante los cincuenta. Es muy difícil imaginar desde España lo que puede ser una prisión situada en un remoto lugar de un país del trópico. O la arbitrariedad por la que se le encarceló. O el terror de enfrentarse a enfermedades completamente ignoradas en su pasada experiencia vital. O a parásitos como la sarna, que en algunos sitios son tan corrientes como el resfriado; alguno cuenta que durante su estancia en uno de esos países, padeció la sarna veinticinco veces; acabó aprendiendo a curársela en veinticuatro horas, mediante un casi baño total en benzoato de bencilo. Sin olvidar en muchos casos, la hostilidad establecida en ocasiones oficialmente o, por lo menos, como una de las características de los sistemas de enseñanza. Ni con la escritura de una especie de “Episodios de la Emigración”, en imitación de Benito Pérez Galdós, podría reflejarse de modo panorámico y suficiente el sufrimiento, las penas, las privaciones, las zancadillas y las frustraciones que han padecido nuestros emigrantes.






3-OBSTÁCULOS PARA EL REGRESO
Sean cuales sean las circunstancias de un emigrante, y sus propósitos o compromisos familiares y sociales, siempre persiste el deseo de volver. Pese a algunas afirmaciones de estudiosos no muy profundos, el emigrante jamás considera que se haya ido para siempre, aunque lo declare. Pero la realidad es que son muchos los que alcanzan situaciones que les atan a perpetuidad. Frecuentemente, es el haber creado una familia de la que se convierten en un patriarca un tanto especial: venerado y respetado, pero sin recibir el menor sometimiento; aunque el patriarca fundador añore su terruño, sus herederos, sus nietos, ven esa necesidad casi imperiosa como algo folclórico, una especie de manía, y, naturalmente la nueva familia atrapa al emigrante sin remisión, obligándole a olvidarse de la otra parentela abandonada. Por las ataduras, muchos de los obligados a quedarse se convirtieron en indianos a la distancia, en filántropos que, al no poder volver, por lo menos trataban de mejorar la vida de sus paisanos.
Son muchos también los que crearon industrias o grandes negocios, que por su importancia les obligaron a quedarse. Recurren en estos casos a atajos; en vez del imposible regreso, favorecen la emigración de amigos a los que amparan en su empresa, sin reconocer que en el fondo no hacen favores ni realizan mecenazgo alguno, sino que atemperan de eso modo la nostalgia de sus costumbres y modos. Oyendo hablar como recuerda que se hablaba en su pueblo, vencen un poco la añoranza.

La rémora principal para el regreso es generalmente la familia.
Hay en Buenos Aires familias muy extensas que se reúnen los sábados o domingos en las traseras de sus casas a comer “en español” y hablar casi siempre de España. La capital de Argentina es enorme; cuando se llega en avión y éste comienza a descender, la ciudad se extiende infinita, cubriendo cuanto se ve hasta la línea del horizonte. Ello es, principalmente, porque la proporción de bonaerenses que habitan pisos es muy pequeña; la mayoría vive en casas, en extensísimos barrios que son oficialmente “ciudades de la provincia”, como Vicente López o Martínez, donde las construcciones, que en modo alguno pueden ser llamadas “chalets”, tienen siempre detrás un enorme terreno que viene a ser verdadero campo. En todos los sentidos, porque conservan la vegetación original autóctona, sus dueños no los cuidan como jardines y no es raro ver de vez en cuando algún animal silvestre merodear. Es el lugar donde tienen lugar las parrillas que ellos llaman “asado”, a la manera de los antiguos gauchos, con hogueras en el suelo.
También en ese sitio, celebran durante las atardecidas el rito del mate. En medio de la tertulia que rodea la hoguera donde se calienta el agua en una “pava” (una especie de tetera), la hierba mate se introduce en la “bombita”, una calabaza pequeña hueca, en una operación que ellos llaman “cebar el mate”. Luego le echan azúcar por encima. La bombita, con un sorbedor metálico con colador en la base, de donde todos toman compartiendo la boquilla niños, viejos y adultos, va pasando de mano en mano mientras desgranan sus nostalgias y anhelos insatisfechos.
Se habla entonces con frecuencia de queimadas, de monchetas amb butifarra y pescaíto frito (los porteños son muy poco aficionados al pescado). Es la ocasión para cantar “El vino que tiene Asunción”, “Asturias patria querida” o algún fandango de Huelva, sin dar de lado a alguna tarantela o fado, o recitar “La casada infiel” o “La profecía” o, los más apasionados, “España en el corazón”.
Es muy interesante observar lo que se come en las pantagruélicas celebraciones porteñas. Existen familias grandes cuyo núcleo, fundado por el patriarca (el antiguo emigrante), es español, pero los hijos y nietos han ido casándose con nacionales de otras procedencias. De manera que en una fiesta señalada, puede reunirse la familia española, pero con miembros italianos, húngaros, austriacos y portugueses. Una ONU muy vital y muy dada a entenderse. Sucede en este caso que cada uno aporta lo que puede a la comilona, y entonces, el asado principal es precedido por varias pizzas, una especie de ración de gulash, varias catas de bacalao y, al final, algún pastel vienés.
En familias así formadas, que son abundantísimas, plantearse el regreso no sólo es difícil, sino imposible. Los hijos del emigrante que tienen hijos a su vez, se opondrán fervientemente a esa posibilidad.
Esas comilonas donde todos aportan lo típico de su país de origen, pueden durar muchas horas en ocasiones como la Navidad. Hasta seis o siete. Si entre sorbo y sorbe del mate, o mientras come asado de tira, el patriarca habla de su nostalgia y el deseo casi doloroso de volver a ver la tierra que abandonó, le acallarán con bromas y caricias. No es una cuestión que convenga mencionarse. La duración de la comida es tanta, que puede darse el caso de alguien que llegue de visita a la hora aproximada en que debería servirse el café, pero como el banquete continúa y continúa, a veces sucede que, al pasar tanto tiempo, el que había llegado supuestamente para tomar café acabe sumándose a la comilona.

Había un fotógrafo cordobés (no había perdido ni un ápice de su peculiar acento) en Caracas que, en 1972, poseía una sola cámara y tenía que pedir prestado ocasionalmente un local a otro fotógrafo para hacer sus fotografías de platós. Era muy joven y apuntaba buen estilo y gusto. Ponía mucho empeño y tripas; sus fotos no se parecían a las de sus competidores, a los que siempre aventajaba. Coincidió que trabajaba con frecuencia para una agencia de publicidad que fue encargada en 1973 de llevar la campaña del partido Acción Democrática. El candidato era uno de los personajes más controvertidos que había producido la política en Sudamérica. Se le acusó inclusive de no ser natural de Venezuela, porque hablaba con acento andino, muy parecido a ambos lados de la frontera colombovenezolana.
El fotógrafo, llamado Mario, era una persona con mucha perspicacia. El candidato de Acción Democrática no sólo no era fotogénico, sino que podríamos considerarlo más feo que Picio. Pero Mario se dio cuenta de una característica muy llamativa del candidato: era enérgico e incansable. En vez de primeros planos que mostrarían su cutis lleno de marcas y su perfil de ave rapaz, se empeñó en retratar ese carácter dinámico y esforzado. El candidato fue fotografiado saltando charcos y arroyos, superando con su vitalidad a atletas famosos y cansando y dejando retrasados a todos los miembros de su equipo.
No fueron las fotografías de Mario la única cosa bien pensada en esa campaña. Trabajaba también en la agencia un genial músico, muy famoso, que compuso unos “jingles” fantásticos para el candidato, muy pegadizos. Asimismo, ejercía de “copywrite” en la agencia un futuro escritor con mucho talento, que forzado a sumarse a la campaña, leía todos los días la prensa a las cinco de la mañana y, según lo que hubieran declarado los oponentes del candidato, inventaba ingeniosas frases-réplicas para que el candidato las dijese a lo largo del día ante la prensa.
Con tan buenas armas, Acción Democrática ganó las elecciones de 1973 y así llegó al poder Carlos Andrés Pérez.
Casi todos los profesionales que intervinieron en la campaña abrigaban ambiciones. Decía un profesional de la televisión cubana precastrista que no hay ninguna profesión donde abunden más los talentos frustrados que la publicidad. Hay en los equipos creativos publicitarios magníficos dibujantes que sueñan con colgar una exposición algún día; músicos impresionantes que sueñan con escribir el musical más famoso del mundo; talentosos “copywrites” que sueñan con escribir “En busca del tiempo perdido” y así, hasta el infinito. Los que intervinieron en aquella campaña no escapaban a esta norma y Mario, el fotógrafo, solamente había empezado su carrera profesional.
Se pusieron grandes facilidades a disposición de todos ellos para que materializaran sus proyectos, si los tenían. Subvenciones, créditos blandos, facilidades de accesos, contratos, etc. El compositor instaló el mayor estudio de grabación de Hispanoamérica. El “copywrite” fundó una revista que tuvo una acogida excelente. Mario, que se auspiciaba como un futuro fotógrafo de categoría internacional, no sabía nada de cine pero soñaba con tener un estudio cinematográfico.
Como todos los otros que quisieron (pues no todos lo hicieron), tuvo lo que soñaba. El estudio fue poniéndose en marcha, aunque no para cine convencional, sino, de momento, para producir “spots” publicitarios.
Pero sucedía que Mario tenía una vida personal un tanto turbulenta. Entre fracasos y escapadas, a los treinta y cuatro años se había divorciado ya ocho veces. En todos los matrimonios había habido descendencia. De modo que esta especie de emir caribeño del Mar Rojo tenía que hacer frente a ocho pensiones alimenticias.
El estudio fue bien un par de años pero, poco a poco, fueron acumulándose las deudas, porque por mucho que ganase nunca era bastante.
Siguieron cuatro o cinco penosos años de eclipse para los acreedores y, ocasionalmente, para los jueces que le exigían las pensionas atrasadas. Mario comenzó a buscar mejungues que se parecieran al Moriles, porque había agotado todo el crédito que la buena campaña le había proporcionado. La gente dejó poco a poco de ponérsele al teléfono y los directores de bancos que le habían hecho las reverencias más serviles de que haya noticia, comenzaron a estar “reunidos” ante sus preguntas.
Mario nunca había dejado de soñar con un algarrobo con jaras al lado, en Sierra Morena. El paladar le llevaba a la memoria ramalazos de salmorejo y rabo de toro. Cuanto más pseudomoriles tomaba y menos crédito conseguía, más le desesperaba el sueño incumplido de sentarse a la vera del Guadalquivir.
Sin embargo, las ocho pensiones y las ocho voces mulatas que lo pregonaban por teléfono componían un freno insoslayable.
La productora de cine fue yéndose a pique y él, personalmente, naufragó casi completamente.
Ni el más desesperado de los ruegos le allanó jamás el camino de vuelta.
Como la política tiene tantos vaivenes, tampoco le beneficiaba mucho su antigua vinculación con aquel candidato.
Y allí quedó. Consiguiendo comer de vez en cuando una “arepa con todo” en madrugadas insomnes.

En otros casos la dificultad es la dimensión extraordinaria de lo conseguido. En la carrera por regresar rico, sucedía muchas veces que llegaban demasiado lejos de manera muchas veces imprevista.
Como el caso de Iñigo Noriega, que desembarcó sin nada en México y amasó con el tiempo la mayor fortuna del país. Cuando la empresa, o el conjunto de negocios, que se llega a crear es de dimensiones excepcionales, abandonarlos no sólo se hace cuesta arriba sino que resulta completamente imposible.
Sin contar los ejecutivos de las actuales poderosas trasnacionales españolas que ahora operan en muchos países americanos, son legiones los españoles al frente de empresas muy poderosas, cuyas circunstancias personales y profesionales no favorecen ni remotamente el regreso.
Los hay que lideran emporios de alimentación, de ropa, mineros o industriales. Por mucho que los versos de Rosalía de Castro les hagan llorar, jamás se les podría convencer de abandonar las empresas para emprender de nuevo la aventura de cruzar el Atlántico.
Suelen ser la gente más desprendida del mundo. Siempre echarán una mano a un paisano que llega de improviso a informarles de su mala situación, y no sólo a paisanos, porque ellos saben de sobra lo que es vivir en precario. Asisten con asiduidad a los centros españoles, donde tienen oportunidad de ver bailar una muñeira o escuchar unas alegrías de Cádiz. Si por casualidad entona un coro “Negra sombra”, se les verá llorar sin ningún disimulo. Luego, para superar la descompostura, cantarán en coros desafinados “Ay Sálvora, Ay San Vicente” o “La Virgen de Candelaria”. Si han conseguido arrastrar con ellos a sus hijos hasta el centro español, probablemente se sentarán con ademanes patriarcales en la cantina, en torno a un mesa servida con gofre y mojo picón, bateas de mejillones y otras de fiambres “españoles” y queso manchego.

Había en São Paulo un castellano-manchego propietario de una pequeña cadena de locales de cine que había vivido en Brasil desde los veinte años. Casi todo el personal de su plantilla era su propia familia y, para los cánones de una ciudad sudamericana, resultaba la mar de extraño que él, que era el dueño de todo, a veces atendiera personalmente la taquilla de uno de los locales, un tugurio frecuentado por gente de no muy buen vivir.
Tenía una forma muy extraña de actuar. Si al atender el pedido de una entrada se daba cuenta de que el comprador era español y tenía un aspecto razonablemente decente, le desaconsejaba entrar.
-No te conviene entrar en este cine –le decía-. Si esperas un poco que pase el movimiento de taquilla, te abriré expresamente el piso de arriba, que hoy no se abre al público, y así podrás ver tranquilo la película.
São Paulo tiene fama de ser una de las ciudades más procelosas de América, lo que ya es decir. Ha duplicado su población en una generación, sin notables aumentos ni de sus infraestructuras ni de los servicios, lo que la convierte en una urbe particularmente incómoda. El punto más céntrico se llama Anhangabau, que según dicen significa en lengua aborigen “Valle del Diablo”. Efectivamente, es un valle del Diablo, una trampa agobiante, sin salida para el tráfico, uno de los lugares más espantosos del mundo para conducir por él.
El empresario de cines tenía cerca de sesenta años, era viudo y poseía una pequeña casa casi campestre, lo que en São Paulo era un gran privilegio. Se tardaba una hora y media en llegar un día de poco movimiento de tráfico. Allí se reunía toda la extensa familia los domingos a esperar una paella imposible que cocinaba el empresario. Los ingredientes son allí formidables, sobre todo unos gambones, que llaman “camarões”, fantásticos, pero el buen hombre, lleno de amor hacia los suyos, de nostalgia y de buena voluntad no seguía los procedimientos normales para guisar una paella. No disponía de la sartén denominada “paella” en Valencia. Preparaba un perol más o menos ancho y no muy alto, donde echaba de una vez, en frío, todos los ingredientes, incluidos el arroz y el agua, en vez de un caldo apropiado. Lo que resultaba al final podía ser cualquier cocimiento indescriptible, menos una paella, pero todos los suyos, sus hijos, nueras, nietos y novias, alababan el mejunje, en portugués por supuesto, con enormes lisonjas mientras el empresario sonreía beatíficamente, muy complacido. No tenía ni la más remota posibilidad de volver, pero él continuaba operando su ceremonia de la nostalgia seguramente para siempre.

Lo mismo se puede presenciar en todas las ciudades hispanoamericanas. Son muchos los que han comprendido que el regreso es una quimera, pero no cejan. Al menos siguen diciendo que “un día volveré”. En Caracas había un empresario de publicidad bastante próspero; su empresa tenía un interesante nivel medio en una época en que el gasto publicitario en Venezuela era muy alto, con un dólar cuyo cambio oficial era unos 4.50 bolívares.
El publicitario decidió volverse a España cuando hizo cálculos de cuanto había conseguido y vio que podría ser también un tópico indiano al regresar. O sea, se construiría una gran mansión y podría vivir para siempre de las rentas. Pero cuanto más mencionaba el proyecto, su mujer más le desalentaba:
-Podrías esperar a tener un millón más…
Cuando esa meta era alcanzada, siempre había razones para la espera.
-Date cuenta que España está progresando mucho, y las cosas se están poniendo muy caras. A ver si reúnes un millón más.
No es que fuera demasiado fácil ahorrar un millón de bolívares más, pero el publicitario se empeñaba y acababa consiguiéndolo. Fruto de sus desvelos, la empresa no paraba de escalar posiciones. Como no podía quitarse de la cabeza la idea de volver, haciendo cálculos veía que podría más que financiar la mansión y su vida futura, pero su mujer insistía:
-España ha entrado en el Mercado Común. Imagina. Ahora, como Europa… Si reunieras un millón más…
El tiempo fue pasando, muchos empresarios comenzaron a salir de Venezuela porque había pasado la gran época de las vacas gordas del petróleo, y la empresa de nuestro publicitario fue ocupando posiciones abandonadas y alcanzando niveles más y más altos. Llegó a ser la primera agencia de publicidad de Caracas pero, un día, el empresario emigrante se dio cuenta de que las distintas devaluaciones de la moneda no paraban de mermar su fortuna relativa. El dólar, que había valido sólo 4.50 bolívares, ha llegado a costar 2.150.
Nunca pudo materializar el sueño de volver.
La agencia de publicidad llegó a ser importantísima, pero se convirtió en una prisión. La vida que una empresa tan grande les permitía llevar a él y su familia en Caracas, ya no podía costeársela en España.
Él y su familia, vienen todos los años de vacaciones y no paran de escandalizarse de “lo caro que está todo”.

El fenómeno del “salto del charco comenzó” con la independencia de las provincias americanas. El ingreso en Europa y sus consecuencias económicas y sociales ha terminado definitivamente con él. Pero si el imperio hubiera resistido ninguno de los dos procesos habría tenido lugar.
Rafael Estada Michel escribe en la Revista Electrónica de Historia Constitucional: “Los reinos indianos hicieron su aparición constitucional panhispánica en las Cortes de Cádiz. Esta idea sorprendente, fundada no en el análisis de un hipotético austracismo americano pretendidamente apreciable a principios del Ochocientos, sino en el acercamiento a fuentes documentales de extraordinario valor tales como el Diario de sesiones de las Cortes generales que se reunieron a partir de 1810 en el puerto andaluz, permite admitir que si bien es cierto que en determinados temas (la igualdad de los dos pilares continentales de la Monarquía española, los derechos y la consideración de las castas afroamericanas, la creación de Secretarías de Estado y de despacho ad hoc para las Indias, la conformación paritaria del Consejo de Estado, etcétera) el reducido grupo de parlamentarios americanos actuó como un todo compacto y homogéneo [1], en otros asuntos (y la lista no es en forma alguna pequeña), las diversas concepciones de lo que debía ser la articulación político-constitucional del territorio de las Españas provocaron que el grupo indiano se dividiera en dos fracciones: la regnícola y la provincialista. Una división esta última que, de hecho, explicará el fracaso de la fracción ultramarina en su intento por evitar, en el seno de aquellas Cortes constituyentes, lo que Marta Lorente ha llamado la “expulsión de América” con respecto al conglomerado que constituía la Monarquía Católica”.















4-LA INCERTIDUMBRE DEL CAMINO DE VUELTA
¿Qué ansía el emigrante que vuelve, para lo que previamente ha liquidado su vida, corta o larga, en el país de acogida? En la mayoría de los casos, si no en todos, vuelve en busca de amor, y no necesariamente de la pareja abandonada.
En la emigración se añora tanto cuanto a uno lo rodeó de joven, que todo se magnifica y hasta llegan a mitificarse las cosas menos sagradas, como los manjares populares que sólo se elaboran de modo artesanal en las vecindades de su casa familiar de origen.
Evocado en la distancia, el chorizo de matanza es una exquisitez incomparable. La tortilla de patatas, aunque se puede hacer en cualquier lugar, nunca sabe lo mismo.
Si desconocido y brumoso fue el destino en el momento de emigrar, no deja de ser incierto lo que pueda esperarles en sus tierras.
Es compresible que también, y probablemente en primer lugar, pretenda ser alguien relevante en su comunidad, cumplir sus sueños infantiles. Nunca se vuelve para retomar la vida de privaciones de la que se huyó.
Pero es difícil que caiga en la cuenta a priori de que su proyecto no sólo dependerá de su voluntad y sus medios. Cuando llegue, habrá personas a su alrededor, gente que se siente propietaria del lugar y, por mucho que lo recuerden, lo verán a él como a un recién llegado cualquiera. Si el indiano se empeña en utilizar sus medios a favor de la prosperidad y avance de la gente del lugar, es probable que surjan chismes y, paradójicamente, se lo afeen con un “¿Qué se habrá creído éste?”.

Todo emigrante que desea volver debe superar un periodo de indecisión que puede ser muy largo. Esa indeterminación puede prolongarse desde el momento que decidió regresar hasta mucho después de hacerlo.
“¿Cómo abandonar cuanto he conseguido en estos años tan difíciles?”. “Estos amigos que he hecho aquí, ¿no los añoraré también?”. “¿Podré acostumbrarme de nuevo a lo que se estila por allá?”.
Las dificultades habían comenzado desde el propio viaje de emigración. María Ángeles Salle Alonso escribe en “Madrid entre dos Orillas”:
“Hace poco más de 88 años, en una aciaga noche de septiembre, se produjo una de las mayores catástrofes de la Marina Mercante española y uno de los episodios más negros de la historia de nuestra emigración. No se sabe con certeza el día y momento exacto en que el vapor Valbanera, con casi quinientos emigrantes españoles a bordo, naufragó en los cayos de Florida después de ser sorprendido por un terrible huracán. Sólo sabemos que los sueños de 488 compatriotas humildes que buscaban en Cuba su particular tierra de promisión se hundieron para siempre, aquel 9... 10... 11 ó 12 de septiembre de 1919, en el fondo de un mar desmedido que nunca devolvió lo que sus olas gigantes arrastraron consigo. Casi nada se pudo recuperar, ni siquiera los cuerpos de las víctimas”.
Pudo haber comenzado entonces la leyenda del “malfario” del Triángulo de las Bermudas, pero nuestros comentaristas han escrito muy poco sobre esa desgracia, que no fue ni mucho menos la única. Hay más cuerpos de emigrantes españoles misérrimos descansando en los fondos marinos del Caribe que míticos galeones llenos de oro. En las playas del Oriente venezolano, donde se bailan malagueñas y se cría uva moscatel, existen muchas leyendas sobre barcos hundidos con miles y miles de emigrantes españoles famélicos.
María Ángeles Salles Alonso escribe al respeto, también en “Madrid entre dos Orillas”:
“El viaje de nuestros emigrantes no podría contenerse en uno solo; hubo muchos viajes, realizados en muchas circunstancias, en muchos momentos, albergando consigo muchos sueños.
Tuvieron en común la clandestinidad, una constante en el transcurso de toda la emigración española. Y la procedencia: campesinos que mayoritariamente venían de tierra dentro y conocían, por primera vez, la ciudad y el mar. Y la esperanza, porque la esperanza es la gasolina de las migraciones de todos los tiempos, como lo son también la fuerza y el esfuerzo. Y la sal, sal de lágrimas, de océano, de sabores atesorados en el alma y en el paladar. Y tuvieron, sobre todo, barcos; grandes o pequeños, lentos o rápidos, barcos que fueron el principal testigo de la historia de la España peregrina, convirtiéndose en su decorado, en su auténtico motor.
Pocos rincones de nuestra geografía se quedaron al margen de este gran éxodo, pero fueron los asturianos, canarios y, sobre todo, gallegos a quienes principalmente debemos nuestra huella migratoria en América y, también, una buena porción de nuestro espíritu errante. Tanto es así que, de norte a sur de América, todavía hoy, decir `gallego´ abarca todas las formas posibles de decir `español´ como, para nosotros, Galicia representa el símbolo más poderoso de la memoria de nuestra emigración”.
Un comentario publicado en la web “flickr”” cuenta lo siguiente: “Vomitaban unos sobre otros y pronto se llenaron de piojos. El ácido de los vómitos y el salitre del mar convirtieron sus ropas en harapos
Un velero destartalado ha llegado a la costa con 106 inmigrantes irregulares a bordo. Los sin papeles detenidos, entre los que había diez mujeres y una niña de cuatro años, se hallaban en condiciones lamentables: famélicos, sucios y con las ropas hechas jirones. La bodega del barco, que sólo mide 19 metros de eslora, parecía un vomitorio y despedía un hedor insoportable.
Ésta podría ser una historia de hoy. Pero la noticia se produjo el 25 de mayo de 1949, los emigrantes eran españoles y el puerto al que habían arribado, venezolano. El suceso fue publicado en la primera página del diario Agencia Comercial. Aquella portada se ha convertido en mil carteles editados por el Gobierno de Canarias con la leyenda ‘Nosotros también fuimos extranjeros’. El consejero de Empleo y Asuntos Sociales del Ejecutivo autónomo, Marcial Morales, espera que sirvan para ayudar a comprender el fenómeno de la inmigración irregular que ahora llega a nuestras playas”.
Algo que había costado tanto ¿era lícito darle de lado? Si tales habían sido las vicisitudes para llegar a destino, seguidas luego de una vida de privaciones e incomodidades para poder juntar el dinero que les permitiera hacer efectivo el sueño bajo el que habían tomado la decisión de emigrar, por mucho que añorasen el pueblo o la aldea la idea de regresar producía también vértigo por las incógnitas que conllevaba.
“¿Qué voy a encontrar al desembarcar en el muelle de mi pueblo?”
Esa desazón se ha prolongado en muchos casos hasta decenios, como iremos viendo. Es muy difícil para alguien que se sintió una vez desheredado y miserable, renunciar a la gloria cuando la logra. De hecho, puede ser imposible; es que casi no hablamos de los que, teniendo todos los mimbres, no lograron convertirse en indianos y se quedaron para siempre en un sitio donde no son de allí, cuando tampoco son de aquí.

Hay constancias de muchos casos de rechazo social, a veces soterrado y en ocasiones, clamoroso, contra inmigrantes regresados, llenos de ternura y buenas intenciones a los que se condenaba a un estado de perplejidad dolorida.
Cuanto más ambiciosos fueran sus proyectos para beneficiar al pueblo, más grande podría ser la resistencia y el rechazo de sus paisanos. Que, además, siempre estaría envuelto en críticas, sin desechar las calumnias ni la maledicencia. Puede que de esta manera haya sido inspirada la ya citada literatura donde se trata a los indianos de modo nada compasivo.
Son legión los emigrantes que volvieron llenos de buena voluntad, con la cuenta corriente abultada y la cabeza rebosante de ideas que, prácticamente, fueron expulsados de su comunidad. El pueblo al que tanto bien le deseaban, no los toleró; de hecho, mediante desdenes y desvíos, les obligaron a marcharse. Tuvieron entonces que saciar su hambre de España en ciudades casi tan extrañas para ellos como las de donde habían emigrado, y huyeron de su aldea, pueblo o ciudad a Madrid o Barcelona. Lo que podía haber sido una fructífera ocasión para sus comunidades de origen, se malogró a causa de ese mal de mediocres poco informados que es el prejuicio.
¿Qué hacer, en este caso, con las ilusiones?
A algunos le pilló el rechazo de los suyos demasiado mayores para emprender aventuras empresariales en otros sitios. Les quedaba apenas el empuje que la nostalgia había ido acumulando en sus pechos con el ansia de volver.
En tales casos, tuvieron y tienen que vivir en ciudades grandes vidas anónimas que a ellos no pueden satisfacerle y no benefician a quienes tanto amaron en la distancia.
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Lo que entreveían los ojos de su corazón era un paisaje de ensueño, mil veces idealizado en la distancia: Montañas y bosques de pino y encinas, pequeños rebaños de vacas y ovejas cuidados por niños y mujeres de ojos soñadores y mejillas encendidas por el frío. Olor a heno e hinojos. Brisas y vientos del norte que traían visos de mar. Haciendas que se extienden a un lado y otro de laderas de montañas que son verdes de cerca y violetas de lejos. Las casuchas medio enterradas en la maleza, embellecidas por un manzano o un exiguo viñedo... En una loma más presentida que vista, iluminada por el sol del amanecer, resplandecía la ermita de piedra recortada contra el azul nuboso del cielo...
Esa postal que, en vez de ajarse con el tiempo, fue volviéndose más brillante con los años, no pudieron recuperarla.
Muchas veces, la nueva emigración a lo que habían abandonado ya no era posible y tenían que convertirse en emigrantes dentro del territorio español. Tuvieron que adaptarse a morar en un piso de una gris urbanización de Madrid o Barcelona, y pudieron y pueden vivir todavía muchísimos años mientras en su pecho tiene lugar un combate encarnizado entre la nostalgia y la decepción, con los que mueren irremisiblemente. Lejos de todas partes que signifiquen algo para él.

Pero no deja de haber emigrantes que sueñan con crear emporios comerciales fabulosos, empleando a miles de trabajadores, y al final lo consiguen, como Ramón Areces.



5-ILUSIONES Y REALIDADES
Como ya hemos visto, ni el más claro de los recuerdos, ni las experiencias vitales en países extraños ni la más extensa formación superior salvaguarda a nadie de cometer errores infantiles. La nostalgia y el ansia de recuperar algo que en la mayoría de los casos ya no existía, mantenía las ilusiones de los emigrantes intactas.
Podían esperar meses, años o decenios, pero las ganas no se aminoraban.
La tristeza más triste del mundo se derramaba sobre sus cabezas cuando escuchaban a uno que lo había intentado y no lo había conseguido.
“He vuelto allí. Era el mismo puerto y la misma plaza, pero ya no era lo mismo”.
Las tertulias de españoles en países americanos solían tener dos características recurrentes; asistían naturales de muy diversas comunidades y siempre hablaban de lo mismo: cómo sería el regreso. O cómo no pudo ser.
La idea de volver y reintegrarse a la que había sido su vida de jóvenes era una obsesión que jamás se abandonaba. Ni siquiera cuando sufrían la decepción más grande de sus vidas.
Unos esperaban nuevas circunstancias propicias en el lugar de acogida o en su tierra, otros aguardaban a acumular un poco más de capital y otros, decisivos acontecimientos políticos.
Por ejemplo, en muchas ciudades hispanoamericanas se contaron los días y las horas que faltarían para el fin del franquismo. El 20 de noviembre de 1975 hubo desfiles de coches a bocinazo limpio, engalanados con banderas bicolores, por Botafogo, en Río de Janeiro, en Caracas, México y Buenos Aires. Pero en el fondo, el proyecto del regreso les producía casi el mismo vértigo que habían sentido al emigrar.

Ante la realidad práctica, que no es con mucha frecuencia la Jauja que se atribuye a la emigración, los distintos gobiernos de España han tenido que legislar muchas veces para paliar situaciones graves.
“El Consejo de Ministros del día 9 de febrero de 2007 aprobó el proyecto legislativo para modificar varios artículos del Código Civil, con lo que se extiende a los nietos de emigrantes españoles nacidos en el extranjero la posibilidad de adquirir la nacionalidad española. Las modificaciones del Código Civil han sido incluidas en el anteproyecto de Ley de Adopción Internacional. Juan Fernando López Aguilar, aseguró en su última comparecencia como ministro de Justicia en la rueda de prensa posterior al Consejo que, aunque no se puede cifrar el número de personas que pueden acogerse a la medida, serán muchos «los esperanzados en poder recuperar este vínculo» con España, de los cuales la mayoría.”

Por paradójico que pueda parecer, el proyecto de volver duele a veces casi tanto como el de emigrar:
Esto es lo que escribió un emigrante en Venezuela que se preparaba para regresar:
“Ya solo falta un mes. Ahora empiezo a sentir que el tiempo se acelera y que tengo que correr para resolver las cosas pendientes. Por lo menos ya he salido de algunas cosas que pensé que me costarían más. Vendí el carro, lo cual me produjo una nostalgia terrible, y tengo el certificado de uso de nuestros enseres (o sea, nuestras cosas, las que nos llevamos). Extrañamente todo ha ido saliendo sin contratiempos. Hasta en el consulado me han atendido de maravilla. Sin embargo tengo la certeza de que algo se quedará sin hacer. Siempre pasa cuando la lista es tan larga y el tiempo tan corto.
A medida que se acerca la fecha múltiples sentimientos se acumulan en mi cabeza. Sigo sintiendo el temor de lo que nos vamos a encontrar cuando lleguemos. Esta sensación se exacerba cada ves que leo la prensa y trato de seguir el hilo conductor de la política que se está aplicando en Venezuela y las consecuencias que ha tenido. Siento miedo de dejar todo lo que he logrado en este país. Miedo mezclado con nostalgia. Siento nostalgia de dejar a los amigos, a nuestra casa, el trabajo. Siento tristeza de haber vendido el carro. Me siento satisfecho de todas las cosas que he visto y aprendido en mis viajes. Siento alegría de volver a ver a la gente que tanto quiero y de la que estado lejos tanto tiempo. Mi familia, mis amigos. Me siento entusiasmado por las oportunidades profesionales que me esperan en mi nuevo trabajo. Me contenta pensar que podré volver a ir a verdaderas playas. Me tranquiliza saber que no habrá mas inviernos helados y calores sofocantes. Me enorgullece haber logrado lo que me he propuesto. Me siento contento de volver y poder tener, aunque sea mínima, una ingerencia sobre lo que pasa en nuestro país.
Sopeso todos estos sentimientos y llego a la conclusión de que estoy más contento que triste, y me aferro a la certeza de que todo saldrá bien y de que la decisión que hemos tomado es la correcta. Ahora solo nos queda esperar a que pase el tiempo y llegue el momento”

Unas veces son las influencias familiares; otras, la magnitud de lo creado, de lo que pueden depender muchas personas y muchos intereses; y otras, la imposibilidad cierta o imaginada de que el regreso sea tal como lo habían soñado, próspero y muy, muy dadivoso.
A muchos les frenaba sobre todo la memoria. Recordaban el muchacho pobre y humilde que habían sido y mirándose a sí mismos con cincuenta años pero próspero, en posesión de un estatus que tal vez nunca habían soñado, se echaban para atrás. ¿Podía ser que volvieran para encontrarse siendo en cierto modo como habían sido?
Quien mora por ejemplo en San Ángel, en Ciudad de México, o en las Colinas de Bello Monte, en Caracas, disfrutando de rumbosas partidas de póker, banquetes con invitados de postín, barbacoas en el jardín iluminadas por farolillos y velas, y esa especie de guateques (que se celebran en todas las casas acomodadas de emigrantes en Hispanoamérica, porque de ese modo tratan de evitar que sus hijos vayan a la discoteca), puede sentir que todo eso se lo ha ganado a pulso, le ha costado muchos sudores y a ver qué va a pasar si se deja ganar por la nostalgia y vuelve.
Ésta puede ser y de hecho es, en bastantes casos, la razón más poderosa que frene a un emigrante que desea el regreso. Más que el oro y todas las venturas, importa sentirse gente importante, bien con uno mismo y con lo que le rodea, que es siempre un premio para quien arribó a costas desconocidas en condiciones muy precarias.
Pero el retorno ha sido, es y será la más íntima aspiración de todos los que se fueron, sin ninguna excepción.
Habitualmente, los que se quedaron y evolucionaron con el lugar, tienden a creer que los que emigraron lo hicieron para siempre. En ocasiones, el paso de los años amortiguó los cariños y deja de pensarse en el que se fue como alguien cercano. Se convierte en un ser brumoso que cuenta maravillas en sus cartas cada vez más espaciadas, alguien exótico y, de hecho, desconocido. Hay pocas cosas que puedan detectarse antes que una mirada perpleja de alguien a quien uno quiere mucho. Esa mirada, ese gesto que viene a expresar algo así como “¿qué demonios haces tú aquí?, fue en muchos casos un acicate para no completar la mudanza de alguien que vino sólo para “ver el percal”. Muchos, de todas las procedencias y de todos los países de emigrantes, han venido a probar y no han completado la prueba, intimidados por esa clase de miradas.
Pero podían ser más que miradas. Generalmente, la incomprensión. Para los que habían permanecido el problema era insoluble y no tenía explicación posible: ¿Por qué dejar una vida vista como maravillosa, una fortuna, un estatus, sólo porque el corazón no resiste la distancia?
Eso en cuanto a los familiares y relacionados cercanos.
También tenían que enfrentarse los emigrantes vueltos a la opinión pública del lugar y afrontar una acogida que casi nunca era como esperaban.

En bastantes casos, la imposibilidad del regreso no está en las comunidades de origen ni en prejuicios, ni en desesperaciones sentimentales. Se trata de cuestiones de orden práctico, porque en muchos casos no se consiguieron las metas anheladas. Una ley de 24 de febrero de 2006, creada para proteger a los emigrantes desamparados, establece lo siguiente:
“Artículo 2. Beneficiarios.
1. Podrán ser beneficiarios de las ayudas económicas reguladas en este programa los emigrantes españoles que cumplan los siguientes requisitos:
a) Residir legalmente en países de Iberoamérica o en Marruecos.
Mediante Resolución de la Dirección General de Emigración se podrán reconocer estas ayudas a emigrantes residentes en otros países en los que concurran situaciones objeto de protección social semejantes a las de los mencionados países.
b) Ser mayor de dieciocho y menor de sesenta y cinco años de edad.
c) Encontrarse en una situación de incapacidad permanente absoluta para todo tipo de trabajo, teniendo en cuenta, a estos efectos, tanto la edad del beneficiario de la ayuda como sus posibilidades reales de integración en el mercado de trabajo del país de residencia.
d) Carecer de rentas o ingresos, o que éstos sean inferiores a la cuantía establecida para el país de que se trate, tal y como se regula en el artículo 3 de esta Orden.
e) No haber donado bienes por un valor patrimonial superior a la cuantía establecida en el artículo 4 de esta Orden en los cinco años anteriores a la solicitud de la ayuda.
2. A efectos del cumplimiento del requisito establecido en la letra c) de este artículo las Consejerías de Trabajo y Asuntos Sociales o, en su caso, las Secciones de Trabajo y Asuntos Sociales de las Oficinas Consulares, someterán a dictamen de un médico de su elección los informes médicos sobre la incapacidad presentados por los solicitantes o bien solicitarán de éstos que se sometan a un nuevo reconocimiento médico que servirá de base para determinar su incapacidad.
Dichas actuaciones se llevarán a cabo también respecto de quienes hubieran sido beneficiarios de las ayudas en el año anterior, salvo que hubiese quedado acreditado suficientemente la imposibilidad de variación del grado de incapacidad permanente absoluta.
Los gastos ocasionados con motivo de los informes o dictámenes señalados en el primer párrafo de este apartado se abonarán con cargo a los fondos destinados a este programa”.

Todavía quedan muchos emigrantes bloqueados por sus circunstancias, que la legislación ha debido tener en cuenta, como informa el periódico “20 minutos”: “El lunes se inauguró la Oficina Española del Retorno que ayudará a más de 40.000 emigrantes a "regresar disminuyendo el tiempo y el esfuerzo que tienen que dedicar a su proyecto de retorno", según ha explicado Consuelo Rumí, secretaria de Estado de Inmigración y Emigración. El español que quiera regresar a su país, recibirá información individualizada en función de su perfil y la región a la que desea regresar. Junto a esto, se concederá prioridad a colectivos como las víctimas de la violencia de género.Los interesados recibirán información personalizada en función de su perfil y su región. Para ello, deberá dirigirse a las consejerías laborales o consulado español de la zona en que resida y someterse a una entrevista personal. Su ficha será entonces remitida a la comunidad autónoma en la que desea instalarse para que facilite toda la información útil para su integración (sanidad, servicios sociales, educación, vivienda, mercado laboral, etc.). Los españoles que deseen volver podrán acceder a ayudas económicas para facilitar su regreso, dependiendo de la situación de cada uno. Sin embargo, según Agustín Torres, director general de Emigración, el objetivo es que "la vuelta se ajuste lo máximo posible a la realidad que va a encontrar el emigrante a su vuelta".
Sobre el regreso temporal suelen pesar también toda clase de dificultades:
“Estamos en víspera de Navidad. Los pueblos iberoamericanos participan celosamente de la cultura cristiana; incluso de manera más fervorosa que sus colonizadores españoles y portugueses. Para más de dos millones de inmigrantes del otro lado del Atlántico, regresar a su tierra de vacaciones representa un sacrificio enorme (hoy día las distancias no se miden en kilómetros sino en dólares o en euros). Por eso ahorran con gran esfuerzo (después de pagar su subsistencia y de enviar algún dinero a sus familias) para ir de vacaciones al menos una vez cada dos o tres años. Y mayoritariamente escogen el tiempo de Navidad para poder compartir tan entrañables fechas con sus seres queridos”. Todo muy similar a lo que les ocurría a los emigrantes españoles en Europa hace tres o cuatro décadas.

Cuando la vuelta es imposible, queda el recurso de sentirse amparado y apoyado, y, por qué no, amado en “español” por paisanos en la misma situación, como hacen en la “quinta provincia” gallega, la ciudad de Buenos Aires, donde la comunidad gallega en particular y española en general es tan importante como para decidir elecciones a uno y otro lado del “charco”:
“El pasado jueves 31 de mayo se realizó en el Centro Gallego de Buenos Aires el acto de lanzamiento de OSPAÑA, la Obra Social de los Inmigrantes Españoles y sus Descendientes Residentes en la República Argentina, un proyecto que cuenta con el apoyo de la Xunta de Galicia que transformará al hospital de la centenaria institución en el centro de referencia para la asistencia sanitaria de la colectividad española.
El acto contó con la presencia de una importante representación del gobierno argentino encabezada por el ministro de Salud y Ambiente, Ginés González García, y funcionarios de la Superintendencia de Servicios de Salud, entre ellos su titular, Héctor Capaccioli, el gerente general, Néstor Vázquez, y el gerente de control prestacional, Juan Carlos Biani. También estuvieron presentes el consejero de Trabajo y Asuntos Sociales de la Embajada de España, Rafael Herrera, el presidente del Centro Gallego, Julio Martínez Fernández, el delegado de la Xunta de Galicia en Argentina y vicepresidente de OSPAÑA, Evaristo Oroña, y el vicepresidente honorario de la Fundación Galicia Salud, Rogelio Ucha Alonso.
“Esta obra social nace con la ilusión, la esperanza y el objetivo de mejorar la calidad de vida de todos los españoles que viven en Argentina”, recalcó durante la presentación realizada en la Sala de Actas del Centro Gallego el presidente de OSPAÑA, José Luis Seoane, quien explicó que la obra social surgió por el trabajo conjunto realizado por los Gobiernos de España, Galicia y Argentina con el objetivo de que los derechos de los españoles “no terminen en las fronteras nacionales de España, sino que se extiendan a cualquier parte del mundo”.
Así, señaló que el aval de la Xunta de Galicia y el Gobierno de España convierten a OSPAÑA en “una obra social argentina con respaldo internacional” gracias a la que el Centro Gallego, que será el principal prestador del servicio, sumará una importante masa de usuarios “que accederán de este modo a una prestación sanitaria de excelencia”. Además recordó que el momento para el lanzamiento de este proyecto no podría haber sido mejor, ya que el Centro Gallego está actualmente cumpliendo su centenario de vida en el marco de un proceso de renovación orientado a estabilizar su situación financiera. Alcance nacional. Seoane subrayó que, a diferencia de otras obras sociales, OSPAÑA superará el ámbito sindical y tendrá alcance nacional, por lo que cualquier persona que resida en el territorio argentino podrá inscribirse. Además, manifestó su agradecimiento a algunas personas de quienes recalcó el “aporte fundamental” que realizaron para la puesta en marcha del proyecto, entre ellos Ucha, Capaccioli, González García, y José Manuel Peña Peñabad, secretario general de la Consellería de Sanidade de la Xunta de Galicia. Un párrafo aparte destinó al consejero de Trabajo y Asuntos Sociales, a quien calificó como “el funcionario más lúcido que nos ha regalado España en muchos años, porque demuestra día a día que la gestión no se hace solamente con dinero, sino también con inteligencia y esfuerzo”. Modelo a seguir. Por su parte, el consejero de Trabajo y Asuntos Sociales afirmó que OSPAÑA “es el modelo a seguir en el futuro para nuevos emprendimientos entre Argentina y España”, y agradeció a González García “porque es un ministro que lleva a España y Galicia en su sangre”, y a Ucha: “Fue él quien me puso en el rumbo de trabajar por esta idea; sin su impulso esto no hubiera sido posible”, reflexionó sobre el ex presidente del Centro Gallego, cerrando su intervención con la manifestación del deseo de que “todos trabajemos para que OSPAÑA sea el producto modélico que queremos, porque todos somos argentins y españoles”. Luego de que Capaccioli procediera a entregar a Seoane la carpeta con la certificación de autoridades del consejo directivo de la obra social, tomó la palabra el ministro de Salud y Ambiente de Argentina, quien explicó que la intervención del gobierno del país austral forma parte del objetivo de proteger a las instituciones: “El Centro Gallego, aunque no sea parte del Estado argentino, es parte del patrimonio de nuestro país, porque significa mucho para todos los españoles y gallegos que viven en Argentina. Es una enorme satisfacción apoyar a una institución de bien común que les permite a los emigrantes mantener la ligazón con sus familias y su tierra”. En ese sentido, recordó a los miles de emigrantes españoles que poblaron el territorio argentino: “Pocos pueblos han dado un mejor ejemplo de lucha y trabajo que el español”, indicó. González García recalcó que OSPAÑA es un instrumento institucional que va a darle un mayor y mejor impulso a la atención sanitaria dirigida a la colectividad emigrante: “Este proyecto está destinado a que la solidaridad española y el sistema de seguridad español llegue a todos los emigrantes y sus familias. OSPAÑA nace como un hermoso desafío para todos los que hoy están aquí, por lo que los animo a seguir aportando todo lo necesario para que la obra social del Centro Gallego cumpla sus objetivos”. Por último, una vez finalizado el acto todos los presentes se dirigieron al tercer piso de la entidad, donde se inauguró la sección de Cuidados Pediátricos Prolongados. Una iniciativa que surge por la buena sintonía entre ambos gobiernos. El titular de la Superintendencia de Servicios de Salud de la República Argentina, Héctor Capaccioli, explicó a España Exterior que el Gobierno argentino realizó una excepción al permitir la inscripción de OSPAÑA en el registro de obras sociales: “Preferíamos consolidar el sistema con los agentes del seguro que teníamos y no atomizarlo abriendo más obras sociales, pero entendiendo la causa y los objetivos el Gobierno argentino tomó la determinación de hacer una excepción en este caso”, afirmó. En ese sentido, recalcó que se llegó a buen puerto porque los Gobiernos de España y Argentina “están en sintonía y tienen la misma sensibilidad social, ya que ambos apuesta a un futuro de integración destinado a mejorar la calidad de vida y brindar un servicio de excelencia a sus ciudadanos”. Además, recalcó que las negociaciones tomaron un impulso mayor luego de la entrevista que el presidente de la Xunta de Galicia, Emilio Pérez Touriño, mantuvo con el presidente de la República Argentina, Néstor Kirchner, durante su última visita al país austral. Capaccioli subrayó que los asociados a OSPAÑA van a acceder a servicios médico asistenciales “de calidad y jerarquía, con todos los recursos de investigación y tecnología que hoy tiene la medicina moderna”. Entre las ventajas que tendrá esta obra social con respecto a sus competidoras, remarcó la posibilidad de realizar interconsultas en tiempo real con los hospitales de Galicia. “Es un orgullo seguir estrechando los vínculos de solidaridad, paz y hermandad que unen a nuestros pueblos a través de OSPAÑA, un proyecto muy ambicioso que mira hacia el futuro para mejorar la calidad de vida de todos los españoles y argentinos que viven en nuestra patria”, concluyó”.

La de la indecisión y los frenos ha sido la experiencia de muchos, y se supone que en todas las épocas.
Uno que no fracasó sino que había triunfado clamorosamente en un país hispanoamericano y venía de vacaciones todos los años, estimulado por sus éxitos profesionales y sus profundos conocimientos llegó a la conclusión de que podía ayudar decisivamente al despegue de su ciudad de origen; podía hacerlo sólo con el conocimiento, sin que mediaran grandes medios, que él poseía de todos modos.
Se lió la manta a la cabeza, liquidó cuanto había conseguido en aquel lado del Atlántico, acumuló una cuenta de salvaguardia en un banco neoyorquino y vino a España sin confesar que ya era un hombre libre de compromisos, dispuesto a reintegrarse en su sociedad de origen y a poner en marcha múltiples iniciativas que harían que su ciudad avanzara muy rápidamente.
Fingiendo que venía a pasar las navidades, llegó dispuesto a mirarlo todo con ojos ”aprendices”, para ir componiendo la estrategia y el proyecto que hiciera funcionar sus proyectos.
Pero ya el primer día se sintió incómodo ante los programas de información en TV. Convencido de que una de las características que define el carácter español es la incredulidad y el escepticismo, no podía encajar que la gente mirase aquellos telediarios sin protestar. No comprendía que los periódicos no dedicasen airados editoriales a informativos tan tendenciosos y sesgados, donde el cinismo y la auto-incredulidad de la cabeza parlante que los leía eran indiscretamente notables en sus gestos y la expresión de sus ojos. Ellos mismos se admiraban de las barbaridades que decían o dejaban de decir. Preguntó el emigrante a sus familiares y amigos si no se había manifestado en esas cuestiones la llegada de la democracia.
La respuesta fue que no podía ni imaginar cuánto se había desarrollado la libertad de información en los últimos tiempos.
En aquellos momentos, movido por el peso tremendo de la decisión que había tomado de clausurar su vida “en el otro lado”, se preguntó a sí mismo si la realidad era que nunca podría esperar cambios en una cuestión que él conocía bien por relaciones profesionales. Había un problema estructural en la personalidad colectiva, tal vez condicionada por la historia reciente, que haría imposible la concreción en esa clase de cosas del nuevo periodo de libertad.
Pero aun así decidió darse unos días más para no precipitarse en sus observaciones ni en las actitudes. Permaneció obsesivamente delante del televisor las tres tardes siguientes, acechando algún síntoma de que su primera observación pudiera haber sido equivocada. Pero, desgraciadamente, todo discurría igual. Las cosas eran realmente como había visto el primer día.
Le cayó encima un sentimiento insoportable de bloqueo. En esas condiciones, él no iba a sentirse ciudadano de pleno derecho, iba a estar muy incómodo y no podría intentar el gran salto a que aspiraba para su comunidad. Y ya no podía regresar a su vida de los últimos años, porque había quemado todas sus naves. ¿Qué hacer, cómo convencerse a sí mismo de que no era un estúpido?
Consintió en pasar la Nochebuena con sus familiares, pero por los propios comentarios de quienes festejaban en la pantalla del televisor vio que no podría resistirlo más, no por sí, no por lo que ocurriera en los platós, sino por lo que representarían las limitaciones a la libertad para la cotidianeidad que podía esperar en el futuro. Al día siguiente, 25 de diciembre, corrió al aeropuerto en busca de un lugar adonde escapar en busca de sí mismo. Consiguió un vuelo a París y la noche de esa navidad, deambuló por Pigalle bebiendo lo que no había bebido en toda su vida. Acabó borracho, llorando lágrimas heladas, sentado en una acera de ese frívolo distrito de París.
Intentó el desesperado regreso a lo que había abandonado en América, pero tras un triste vuelo comprobó en situ la inutilidad de tal pretensión. Para volver a lo mismo, tendría que luchar de nuevo unos cuantos años. Y él, de todas maneras, había decidido poco antes gastar el resto de sus energías y facultades a favor de su ciudad de origen.
¿Qué importaba que la información continuara siendo tendenciosa? A lo mejor se iba arreglando el problema con el tiempo. Podría resistir, porque lo que importaba era sentirse perteneciente a una comunicada como miembro de pleno derecho, ajustado al sabor de savia que corría por sus raíces.
Por todo ello, intentaría finalmente lo que se había propuesto. Creyendo que su recuerdo del sitio bastaba, no se informó del desarrollo de las intrigas y el afloramiento de nuevas formas de intereses y poderes.
La ciudad había crecido de manera desmesurada, en unos quince años había duplicado la población. Se había convertido en un enclave electoral de mucha importancia para los partidos políticos y por ello todo se miraba con lupa.
Una vez decidido que ya no quería emprender otra aventura que la de proporcionar armas de evolución a su comunidad, el ex emigrante fue diseñando su plan de actuación. Su principal preocupación era que sus paisanos no estaban dándose cuenta de esa nueva importancia que habían adquirido. El exagerado crecimiento demográfico había diluido de manera dramática el orgullo localista y la ambición de superación colectiva que toda comunidad necesita poseer de manera insoslayable. Sin esos sentimientos, el ex emigrante consideró que no habría progreso verdadero y sólido, porque la ciudad estaba funcionando en realidad como una explotación colonial. Por ello, su plan consistía en su base en poner en marcha iniciativas de las que generan sentido de identidad y conciencia de ser, bases indispensables de la ambición.
Fundamentadas sobre todo en cuestiones de carácter con cierto contenido folclórico, sus ideas recibieron mucha atención de los medios de información y muy pronto, y sin pretenderlo, el emigrante se convirtió en una persona relevante en la ciudad. Pero de manera no calculada, sus iniciativas llamaron también la atención de las direcciones de los partidos políticos, que por aquello de “cree el ladrón que todos son de su condición”, consideraron que tanto altruismo, tanto patrocinio, no podía ser gratis; sin duda ocultaban intereses espurios y, de acuerdo con la lógica más elemental, el recién regresado debía de tener un objetivo político.
El pretencioso ex emigrante pretendía algo inconfesable, apoderarse de la ciudad. Nadie dijo de qué forma podría él apoderarse de la ciudad o convertirse en alguien políticamente relevante si no había pedido el ingreso en ningún partido.
No importaba. Se extendió como la pólvora la convicción de que el maldito ex emigrante pretendía quién sabía qué cosas terribles, y comenzó poco a poco el clamor de comentarios, que se convirtieron muy pronto en desdenes, zancadillas, desvíos y calumnias.
De las palabras pasaron a los hechos. Lo que había empezado como maledicencia, calumnias y algunas amenazas, empezaron a convertirse en agresiones. Sin dejar la lado las físicas. Las verbales eran cotidianas.
Sorprendentemente, el alcalde reunió a la corporación que presidía para tratar monográficamente y en exclusiva la cuestión de ese molesto ex emigrante. El alcalde era también un recién llegado, pero no por haber regresado de la emigración; era literalmente un emigrado, puesto que era uno de ésos a los que se llama políticamente “paracaidista”; nacido y madurado en otros sitios, su partido lo había puesto al frente de las elecciones locales y lo había convertido en alcalde sin que tuviera ni la más mínima noción de la comunidad que iba a liderar. Por consiguiente, aparte de su nula capacitación para ejercer esa misión, su inseguridad anímica era mayúscula. Que alguien que aparentaba conocer muy bien el alma de sus paisanos, como el ex emigrante, pusiera en marcha tantas iniciativas de las que se hablaba mucho, era para ese alcalde una amenaza extremadamente peligrosa.
Había que quitárselo de enmedio como fuera.
Tantos los concejales como los miembros de la “ejecutiva” de su partido fueron aportando ideas.
Unos aconsejaron encargar a un grupo de militantes que lo siguieran y, periódicamente, le dieran palizas descomunales, amenazándole “anónimamente para que se marchara de la ciudad.
Otros, aconsejaron realizar un montaje para hacerle aparecer como responsable de un delito muy grave que lo llevara a la cárcel.
La sugerencia de un tercer grupo consistía en convencer a los medios y las instituciones sociales para que lo condenaran a un ostracismo insoportable que, por depresión, lo obligara a abdicar de sus iniciativas.
También hablaron de incendios, bombas, atentados al coche y varias otras ideas del mismo cariz. Acordaron no llegar a tanto para no convertirlo en un mártir ante la opinión pública.
Decidieron aceptar el plan que propuso el jefe de prensa, un personaje que tampoco había nacido en la ciudad, un paracaidista no político, que aunaba en sí la más absoluta falta de talento con la más alta pretensión.
El ex emigrante había instalado un pequeño negocio que le permitiera sobrevivir sin sobresaltos, ya que estaba gastando todos sus fondos en las iniciativas altruistas que ponía en marcha.
Lo primero que hizo el alcalde y su corporación fue mandarle cerrar el negocio. Un ayuntamiento tiene mil pretextos para clausurar cualquier negocio que quiera cerrar: haber instalado un enchufe a un centímetro menos de distancia de la permitida, una queja del vecindario por cualquier motivo, un hueco insuficientemente grande abierto en la fachada, etc. En el caso del ex emigrante, encontraron varios y sin darle los plazos que establece la ley para subsanar defectos, le mandaron cerrar. El primer día, e inesperadamente para el alcalde, hubo en la alcaldía un aluvión de llamadas espontáneas de gente relevante de la ciudad preguntándole que había pasado para adoptar tal decisión. Asustado por la posibilidad de que se descubriera que el cierre había sido una decisión que rayaba en la prevaricación, una reunión de urgencia de la corporación tomó una decisión que les pareció la más “inteligente”. Cerraron otros nueve negocios semejantes, y el titular de prensa fue que “El ayuntamiento cierra diez negocios por graves irregularidades”. Así creyeron que quedaba saldado el caso. No pudiendo sobrevivir, el emigrante se iría y nadie en la ciudad levantaría el dedo acusador contra la corporación.
Pero el ex emigrante no fue al ayuntamiento, tal como ellos esperaban, a suplicar la reapertura ni firmar un armisticio, por el que se comprometiera a quedarse en su casa inactivo, como cualquier ciudadano “de orden”. En lugar de eso, y no por razones de intrigas ni nada por el estilo, sino por su necesidad de entender lo que pasaba, el ex emigrante acudió a hablar con gente muy importante en la ciudad, no al ayuntamiento, a fin de hacerse una idea de cuál podía ser su situación.
Una de esas personas importantes se lo advirtió claramente “Yo, en tu lugar, me iría sin más, sin preguntar siquiera, y desaparecería”.
Pero el ex emigrante era cualquier cosa menos conformista. Él necesitaba entender cómo podía haber sido interpretado tan mal un mecenazgo con el que él pretendía hacer tanto bien.
El mismo día que decidió darse un plazo a fin antes de decidir nada que cambiase unos planes tan meditados, no pudo dormir. En aquel tiempo, los teléfonos no podían ser desconectados tan fácilmente como ahora. En su primera hora de sueño, la insistencia del timbre del teléfono le despertó y tuvo que atender. Una voz anónima le advirtió de que “vamos a amarrarte a la vía del tren, con los genitales sobre la vía, a fin de que cuando pase el TALGO te los corte”.
Colgó con lágrimas en los ojos, comenzando a comprender que pasaba algo grave. En seguida, el teléfono volvió a sonar y se repitió la amenaza anónima. Colgó abruptamente, pero la llamada se repitió. Triste, descolgó el teléfono cuando dejó de sonar, para no tener que escuchar esa clase de cosas. Pero aquellos teléfonos descolgados sonaban mucho y, aun a cierta distancia, no le permitía dormir. Amontonó mantas y ropa sobre el auricular descolgado, pero fue inútil.
Cuando el día le encontró ojeroso y perplejo, pasó un buen rato en la ducha para despejarse y decidió ir a consultar con un gobernante importante con quien alguna vez había hablado ya de sus proyectos. Pero cuando bajó a la calle descubrió que le habían rajado a navajazos las cuatro ruedas del coche. Llamó a una grúa y, una vez que se puso de acuerdo con un taller para montar neumáticos nuevos, fue en taxi en busca del gobernante y le contó todo lo que estaba pasando.
El gobernante sonrió al principio con expresión de “me lo puedo imaginar”. A continuación le dijo. “creo que tu vida peligra si no sales inmediatamente de la ciudad”.
En este caso, el ex emigrante no podía ignorar el consejo. El gobernante era un hombre mayor que había visto mucho y conocía de sobra los entresijos de determinadas actuaciones políticas. Tenía que hacerle caso.
Fue en taxi al taller, donde tuvo que esperar todavía una hora a que terminaran de instalarle los neumáticos. Como los dedos se le hacían huéspedes, pidió a los mecánicos que le permitieran entrar en algún espacio reservado que no pudiera ser visto desde la calle.
En cuanto el coche estuvo en condiciones de rodar nuevamente, echó a correr en dirección a otra ciudad y nunca más volvió a la suya. Todo tuvo que liquidarlo mediante intermediarios, porque jamás se atrevió a exponerse a que un esbirro de ese alcalde pudiera matarlo.
Este caso, que puede parecer tan extremo, sucedió verdaderamente.
Los ex emigrantes han sufrido toda clase de percances en su intento de reintegrarse. Unas experiencias mejores y otras peores, pero siempre se levantaban las sospechas más absurdas e injustificadas frente a su generosidad.
Es imposible, para alguien que no haya emigrado, comprender las motivaciones íntimas de un emigrante que desparrama su fortuna a favor de sus paisanos. Pero los indianos lo hicieron. A lo largo de los siglos, en épocas muy diferentes entre sí y fuera cuales fueran las condiciones de España. Y lo seguirán haciendo mientras haya un emigrante suspirando por la montaña que no puede ver.


















6-MECENAZGO EN BUSCA DEL CIELO
Una montaña, el recodo y la poza de un río, una playa, un guiso familiar, una fiesta típica, el olor de las rías, el aroma primaveral de un prado, el rancio y penetrante olor del alpechín; cualquiera de estas cosas añoradas en la distancia puede motivar que el emigrante decida convertirse en indiano. En cierta medida, ahora lo estamos viendo en alguien tan triunfador como Antonio Banderas con sus proyectos de locales teatrales, escuela de teatro y semejantes, las ayudas a cofradías malagueñas o sus producciones de cine y demás, realizaciones que, más parecidas a lo que hicieron los indianos, imposible. Es difícil pensar en Banderas como un indiano, pero él se comporta como indiano en multitud de detalles.
No puede dejarse de lado que algunos sitios de Hispanoamérica no tienen parangón en el mundo. Las cataratas de Iguaçú, Canaima, Los Tepuis, los cayos del Caribe, algunos de los monumentos precolombinos y las playas sin dignas de grandes amores, inclusive de emigrantes nostálgicos. Y la música, sobre todo la de baile, tiene un enganche muy particular; una cueva del tango en Buenos Aires, un local de samba en Río, o de “gaita” en Caracas, o la plaza Garibaldi de México, arrastran de tal modo, que puede obnubilarse el recuerdo de una jota o un zorcico. También la sensualidad, el colorido y los olores hipnóticos de Hispanoamérica pueden causar mucha nostalgia.
Pero es seguro que, en cualquier caso, todo emigrante desea durante todo su exilio convertirse en indiano.
Indiano es en puridad todo el que viene de América, porque como sabemos, durante casi todo el tiempo que empleamos en el Descubrimiento y la colonización creímos que habíamos llegado a Las Indias, aunque ya desde las Capitulaciones de Santa Fe había dejado claramente escrito Colón que iba a descubrir tierras, no sólo una ruta. Porque probablemente las había descubierto ya él u otras personas.
Sin embargo, con el tiempo el significado de la palabra fue modificándose y al fin sólo era indiano el emigrante que regresaba enriquecido y derramando dádivas. Como bien señala el escritor caraqueño Arturo Úslar Pietri..
Algunos no volvieron nunca pero los que lo hicieron o proyectaban hacerlo, y que habían amasado grandes fortunas en América, edificaron en sus lugares de origen nuevas casas que debían evidenciar y pregonar sus logros. Pretensión tan lícita, que forma parte de la condición humana desde que abandonamos las cuevas. También mandaban los indianos construir escuelas o monumentos y, en ocasiones, locales culturales o teatros, con el secreto deseo de proveer a sus conciudadanos de un futuro y una clase de vida que no los obligara a emigrar. Sin ninguna duda, deseaban alcanzar el añorado cielo de su juventud practicando el más desprendido de los mecenazgos.
Querían recuperar un paraíso perdido que, lamentablemente, había dejado de existir y entonces, al descubrir la pérdida, realizaban una clase de mecenazgo desprendido y lleno de heroísmo con el que posiblemente trataban ya no sólo de redescubrir el paraíso perdido, sino el cielo de una clase de vida que jamás habían conseguido quitarse de la cabeza. A veces querían ganarse el cielo literalmente, y financiaban importantes obras eclesiásticas, pero en otras ocasiones intentaban sencillamente que la nueva quema de sus naves se viera compensada por la placidez de la nueva vida.
A menudo, el deseo que perseguían los legados indianos era ennoblecer la estirpe o salvar el alma mediante obras eclesiásticas. De ahí la parte importantísima del arte religioso de los siglos XIX y XX que habría que atribuir a las iniciativas de los emigrantes, tanto los que regresaban como los que permanecían en un acomodado exilio perpetuo porque sus circunstancias, que podían ser muy brillantes, imposibilitaban el regreso.
La emigración con el ideal del retorno ha sido en nuestro pasado una especie de industria no catalogada, una industria que a la distancia y sin siglas comerciales, contribuía muy activamente a la prosperidad de ciertos lugares y, en realidad, de todo el país. Aunque no lo reconozcan algunos militantes políticos, más miopes que Marilyn Monroe, regiones hoy muy prósperas iniciaron su despegue industrial y económico por obra de los indianos. Volvieran o no volvieran los emigrantes enriquecidos, que desgraciadamente no todos alcanzaban la fortuna.
Es evidente que grandes zonas de Galicia, Canarias, Cataluña, Asturias, Navarra y Cantabria experimentaron saltos compulsivos en su desarrollo y modernización gracias a los indianos. La trascendencia de las remesas económicas de los emigrantes para zonas extensas de Galicia o Canarias no siempre la dimensionamos bien. Ciertos especialistas consideran que grandes áreas de Galicia permanecería en un subdesarrollo casi medieval de no haber mediado las donaciones indianas.
En un documentado estudio denominado “Emigrantes, caciques e indianos”, Raul Soutelo Vázquez escribe:
“X. M. Núñez demuestra que las dinámicas sociopolíticas de la Galicia rural de antes de la guerra estuvieron muy influidas por la acción individual y colectiva de las sociedades étnicas de emigrados y por los retornados que financiaban y dirigían escuelas, sociedades agrarias y otras iniciativas que aceleraron el proceso de autoorganización de la sociedad civil gallega desde la emigración en masa de 1880 hasta la crisis económica internacional de 1929. La omnipresencia de emigrantes retornados liderando las organizaciones agrarias y orientando en un sentido reformista su confrontación política con las élites locales responde al modelo sociológico de líder campesino que tiene establecido M. Revilla (1994): un individuo con expectativas de ascenso socio-político, experiencia participativa previa en movimientos sociales y con una alta densidad de relaciones en las redes microsociales. Pero Núñez apunta aquí que los retornados de la emigración compartían una característica esencial con las élites locales de hidalgos, curas y caciques a los que desafiaban la mayoría de las veces: estaban situados en una posición central en las redes microsociales que alimentan o bloquean el funcionamiento del clientelismo político porque disponían del capital simbólico que les confería ser el paradigma -supuestamente exitoso- de self-made man que había salido a “hacer las américas” por el mundo y que ahora orientaba las organizaciones sociales que sostenían o desafiaban al poder político local, según fuesen las nuevas sociedades agrarias o las redes clientelares de carácter tradicional. Este libro y otras investigaciones realizadas en Teo o A Baña (Domínguez Almansa, 1997; Posse y Pernas, 1997) insisten en ese protagonismo sociopolítico de los americanos retornados que dirigían la confrontación de las organizaciones labriegas con las viejas élites locales en sus parroquias de origen. El autor no se deja convencer por el aparente modernismo anticlerical y republicano de unos retornados que no respondían siempre al tipo idealizado de americano comprometido activamente con el progreso de sus vecinos que retrató magníficamente Anxo Angueira (1999). Porque de todo hubo y no faltaron tampoco los indianos acaudalados que vuelven para vivir de rentas imitando los hábitos de distinción social de los señores de la tierra que ya estaban desapareciendo, o aquellos otros que comenzaron su andadura política como beligerantes líderes agrarios y terminaron siendo odiados caciques sólidamente integrados en las élites locales como Pancho de Reádegos”.
Destino inevitable del que prospera y evoluciona es cambiar las prioridades, aunque a veces se haga en el sentido equivocado. Sorprende lo mucho que se ha investigado el proceso indiano en Galicia, Asturias y Cantabria, no siempre con valoraciones correctas, mientras que en el resto de España ha existido de antiguo un pesado silencio.
El Diario El Montañés publicó el 28 de abril de 2003 la noticia de la puesta en marcha de un ambicioso y meticuloso estudio denominado “Tras la huella de los indianos”: “Cantabria es uno de los lugares de España donde lo relativo a aquellos benefactores del país sigue estudiándose, pero, como se ve, cuesta trabajo apearse de ciertos prejuicios: 'Arte y mecenazgo indiano. Del Cantábrico al Caribe (1750-1898)' es el título del proyecto de investigación iniciado por un grupo de profesores de la Universidad de Cantabria con el apoyo de la Fundación Carolina El director es Luis Sazatornil Ruiz,profesor de Historia del Arte en la Facultad de Filosofía y Letras Recientemente ha sido aprobado en la primera convocatoria de ayudas de investigación convocada por el Centro de Estudios Hispánicos e Iberoamericanos de la Fundación Carolina un proyecto presentado por Luis Sazatornil, profesor de Historia del Arte de la Universidad de Cantabria, que versa sobre 'Arte y mecenazgo indiano. Del Cantábrico al Caribe (1750-1898)'. Entre los proyectos aprobados, la mayoría fueron presentados por grupos de investigación muy prestigiosos de España e Iberoamérica, entre los que destacan los del Ateneo Español de México, el Instituto de Historia del CSIC, la Residencia de Estudiantes con Juan Pablo Fusi al frente, el Taller de Estudios de Historia de España e Iberoamérica (Barcelona), la Universidad Nacional Autónoma, la Universidad Nacional Mayor de San Marcos (Lima, Perú) o Universität Köln (Colonia, Alemania). Tema. El estudio del mecenazgo indiano viene preocupando con frecuencia creciente a investigadores de la Historia del Arte. Especialmente en ámbitos como la cornisa Cantábrica, donde la presencia de indianos fue muy notable, una parte importante del arte de los siglos XVIII y XIX sólo se explica por su presencia. No obstante, a pesar de algunos meritorios esfuerzos, la bibliografía resultante resulta muy dispersa y a menudo dispar. En general, la historiografía sobre las relaciones artísticas entre España y América tiende a considerar como elemento fundamental el papel ejercido por la clientela de procedencia hispánica (como promotores, patronos o mecenas). Aunque se cuenta con con diferentes publicaciones que abordan el tema de la aportación del arte de la América virreinal a la sociedad española, existe, sin embargo, una notable carencia de trabajos que profundicen en los motivos que presidían el envío de estos objetos y capitales y, consiguientemente, en la mentalidad de las élites hispanas que los remitieron. A través del estudio individualizado que han realizado diversos historiadores sobre las obras que promovieron hay noticias aisladas sobre la intención que a menudo presidía este tipo de legados. En la «carrera de Indias» y sus consecuencias artísticas destaca, ante todo, el ansia aristocrática; el deseo de perpetuar la memoria del linaje, consolidar los símbolos dinásticos y -en un ambiente profundamente católico- «abrirse las puertas del cielo» con la fundación de «obras pías». Se trata, en definitiva, de reflejar ante sus convecinos el alto nivel económico y social que algunos indianos alcanzan al otro lado del Atlántico. Además, muchas fundaciones indianas reflejan preocupaciones sociales e intelectuales acerca de la educación, el progreso económico e industrial de los pueblos, la cualificación profesional o los problemas políticos y morales nacidos del surgimiento de la conciencia obrera. A través de muchas de estas fundaciones indianas pueden seguirse sin problemas las ideas de la Ilustración, del Romanticismo o la doctrina social de la Iglesia católica en la época de la Restauración. Se conoce, gracias a la bibliografía reciente, el importante legado artístico exportado por los indianos desde el Nuevo Continente a sus lugares de origen, donde no sólo enviaron piezas suntuarias (platería, pintura, marfil...), sino también el capital necesario para construir y renovar un gran número de edificios religiosos y civiles, así como para instituir obras pías destinadas a favorecer a los más necesitados. Los capitales indianos intervinieron en la importación de obras muebles (pintura, artes decorativas) y en la construcción de palacios, iglesias, seminarios, universidades, caminos, puentes, pósitos, industrias, escuelas, cementerios, panteones, etc. Se han analizado puntualmente algunas de estas obras desde la perspectiva de su interés para la Historia del Arte español, mexicano o cubano, pero a menudo no se han abordado estudios comparativos ni se han establecido los hilos conductores de esta producción. Faltaría, pues, hacer la historia de las mentalidades y de las intenciones que se esconden tras este mecenazgo. A la búsqueda de... La finalidad de este proyecto es ahondar en el conocimiento de las causas que llevaron a las élites hispanas afincadas en el Nuevo Continente a financiar obras de arte y a instituir fundaciones de diverso tipo, tanto en nuestro país como en territorio americano. A ello se unirá el análisis de otros aspectos, como la incidencia de la mentalidad de estos grupos sociales en España, partiendo de las noticias existentes sobre los objetos suntuarios y capitales que remitieron desde América a sus solares de origen para la institución de obras benéficas, fundaciones civiles, religiosas, educativas... El objetivo principal del proyecto es ordenar, unificar y comparar, superando las barreras regionales para intentar seguir los itinerarios -a menudo suprarregionales y siempre trasatlánticos- de los indianos, que pasean su mecenazgo por México y Cuba y por un número variable de ciudades españolas hasta retornar, a menudo, a sus lugares de origen. El eje del estudio estará en la promoción artística que realizaron aquellos que, procedentes de la costa cantábrica, emigraron a Nueva España y, una vez que fueron expulsados del virreinato entre 1827 y 1829 a causa de las luchas independentistas surgidas en ese territorio, se trasladaron prioritariamente a Cuba. La elección de este ámbito geográfico se justifica porque en la costa cantábrica se concentran algunos de los focos que contaron con un mayor número de emigrantes (como Asturias, Cantabria y el País Vasco), con especial incidencia de los cántabros y los vascos, sobre todo en Nueva España y Cuba, a cuyos puertos arribaron con la intención de mejorar su situación económica, algo que les era imposible conseguir en sus lugares de origen. Dimensión familiar. El otro aspecto a tener en cuenta es la dimensión familiar de este fenómeno. La cantidad de personas que emigraron al Nuevo Continente y que, a menudo retornaron, es de tal magnitud que sería imposible poder estudiarlos. Por ello el trabajo se centrará en las redes familiares que fueron la unidad básica de comercio y socialización de los emigrantes, prestando especial atención a algunas que, por su relevancia, pueden servir como modelo: caso de los Sánchez de Tagle, los marqueses de Comillas, de Manzanedo, de Valdecilla... Los límites cronológicos del proyecto son el periodo comprendido entre 1750 y 1898 -posiblemente los años más activos-. Ello permitirá valorar las posibles conexiones y diferencias existentes en las labores de promoción habidas en esas dos centurias, teniendo en cuenta, además, que en una primera fase (entre 1750 y los años veinte del siglo XIX) el foco de atracción de los españoles fue Nueva España, mientras que en un segundo momento (desde los años veinte del siglo XIX a 1898, año en que Cuba obtuvo su independencia) el protagonismo pasó a manos de Cuba”.
Es impresionante que todavía ahora, con la perspectiva que dan los años, siga cayéndose en el prejuicio y la valoración poco positiva del indianismo. Las propuestas del estudio ya son de por sí reveladoras del espíritu con que se acomete el trabajo. Es casi inútil tratar de descubrir trabajos de reconocimiento y agradecimiento a gente que hizo tanto por sus tierras.

Y no sólo trataron los indianos de desarrollar y volver prósperos sus pequeños pueblos y aldeas. También algunas grandes capitales se beneficiaron significativamente del empuje de los indianos. A lo largo del siglo XIX, aquellos emigrantes vueltos ricos —y sus descendientes— conformaron el perfil definitivo de Barcelona, sobre todo en el Ensanche del Plan Cerdá. Y por ejemplo, la mayor parte del capital fundacional de los muchos bancos que se abrieron en la Ciudad Condal entre 1881 y 1882, procedía de españoles de Cuba. El Maresme está atiborrado de casas de indianos.
La población de Begur (Gerona) suele acoger durante tres días la Feria de Indianos, orientada a profundizar en la historia de los emigrantes españoles que probaron fortuna en Cuba a lo largo del siglo XIX y volvieron para hacer generosos legados a sus pueblos, entre ellos la propia Begur.
“Para irse, mi padre, que tenía 15 años, debió ir andando desde Luanco a Gijón acompañado por mis abuelos (en total, casi catorce kilómetros). Él, que iba delante, no paraba de llorar”, narra, también llorosa, Inés Mori, hija de José María Mori, un emigrante que se enriqueció Cuba. Eran tiempos de penuria, una penuria que en nuestro país duró demasiado, llegando a registrar la historia siglos enteros de hambrunas, epidemias y calamidades. Son cientos los episodios que ilustran tanto el esfuerzo monetario que debían hacer para pagar el pasaje, como el trauma familiar que representaba la ida a ultramar de uno de sus miembros, generalmente el más vigoroso y emprendedor.

Hasta a una comunidad que por no tener puertos pueda parecernos poco o nada emigrante, como Navarra, llegó el fenómeno indiano e influyó en su arquitectura y economía. En la web del Valle de Baztán puede leerse: “Enclavado en el Pirineo Atlántico, el valle de Baztán es tierra de hidalgos y de indianos, aquellos que regresaron de ultramar con una gran fortuna y dejaron su huella en decenas de casas.
Es el camino de los peregrinos que acudían a Santiago utilizando esta ruta alternativa a través de un paisaje intensamente verde, intensamente tranquilo, tachonado de suaves colinas, extensos prados y sugerentes bosques.
Es un entorno que seduce por sus pueblos de cuidado y rotundo caserío, y por sus tradiciones como las danzas al son del txistu y el tamboril o las competiciones de pelota.El valle de Baztán se extiende al norte de Navarra entre los puertos de Belate y Otsondo. Constituye el municipio más extenso de Navarra, con una superficie de 364 kilómetros cuadrados. A él pertenecen quince localidades: Oronoz-Mugaire, Arraioz, Irurita, Almandoz, Berroeta, Aniz, Ziga, Lekaroz, Gartzain, Elbetea, Arizkun, Azpilikueta, Erratzu, Amaiur y Elizondo, capital del valle”.

No puede caber duda de que el empeño y los esfuerzos de los indianos financiaron enormes parcelas del desarrollo de España. Ferrocarriles, escuelas, empresas de servicios, grandes superficies, hermosas construcciones, parques y otras obras sociales suntuarias. Fundaron bancos; crearon sociedades ferrocarrileras, organizaron empresas, hicieron de todo, mucho más de lo que debían e incomparablemente más de lo que se esperaba de ellos.
Les movía el amor sobre todo, un amor que no se amilanaba frente a la incomprensión, siempre presente. No les desalentaba el desvío malintencionado de algunos paisanos o el frecuente estupor de sus propios familiares. Ni la maledicencia ni las calumnias. Con frecuencia, hasta tenían que plantar cara a las burlas. Acostumbrados a decenios de dificultades y luchas en los países de acogida, estaban muy curtidos frente a la adversidad y no iban a achicarse cuando era tan bello el sueño que esperaban materializar.
Hay profesionales muy especializados e importantes y estudiosos e investigadores que consideran que el sistema financiero español no hubiera podido nacer cuando lo hizo de no ser por los emigrantes.

Sobre los efectos económicos y bancarios de la emigración, Rafael María de Labra escribió en “Madrid entre dos orillas”:
“Durante este periodo (1880 a 1930) los bancos y las casas de banca experimentaron un desarrollo espectacular. A medida que el volumen exigido por el negocio bancario fue incrementándose de manera importante, se hizo necesario y aconsejable el concurso de capitales ajenos. De esta manera fueron convirtiéndose en bancos con forma de sociedad anónima o integrándose como sucursales de los grandes bancos. El proceso comenzó con el cambio de siglo y culminó hacia 1918-1920, con la constitución de amplias redes de sucursales.
También durante este período los giros procedentes de América experimentaron un importante incremento. Podían ser realizados y pagados a través de cualquier establecimiento comercial. Algunas de las primeras casas de banca se fueron transformando en bancos. Este fue el caso de Pedro Masaveu y Cía, Herrero y Cía (Banco Herrero), Francisco Zaldívar, Gregorio Vigil Escalera (Banco de Siero), Florencio Rodríguez (Banco de Gijón y promotor dy primer consejero del Banco Hispano Americano).
Pese a todo, las remesas no alcanzaron un volumen importante hasta 1880. Las casas emisoras más importantes fueron J. A. Bances, No. Gelats y Cía, H. Upmann y Cía, J. M. Borges, sobre todo de La Habana. En México M. Ibáñez y Cía, desde 1897 Antonio Basagoiti, Zaldo Hermanos y Cía, Julián Aragón y Hnos en Veracruz. En Argentina M. Santiago y Cía, Carabassa y Cía, en Uruguay Martins y Cía, etc. Hasta comienzos del siglo XX los bancos tuvieron una actuación secundaria en estas operaciones. A partir del cambio de siglo el flujo emigratorio se dirigió masivamente hacia Argentina, que asistió al nacimiento de bancos de sociedad anónima como el Banco Español del Río de la Plata. A partir de 1910 se irá produciendo una mayor presencia de los bancos. Entre las casas pagadoras en España destacaron: García Calamarte y Cía de Madrid, Andrés Anglada de Barcelona, Sánchez Rivera y Cía, en Madrid, P. Alvaro y Cía en Barcelona.
Los giros comenzaron a extenderse durante la década de los setenta del siglo XIX y tuvieron un fuerte impulso a partir de 1882/83, coincidiendo con la irrupción de los grandes b ancos. El monto de las remesas fue muy importante aunque difícilmente cuantificable (entre los 1.000 a 1.600 millones al año durante el período 1906-1910, es decir, una media de 250 a 300 millones de pesetas anuales). En todo caso se trataron de unas cantidades que contribuyeron a equilibrar la balanza de pagos española”.


Aunque los datos que demuestran su influencia son abrumadores, pocos se acercan a las biografías de estos hombres, con frecuencia turbulentas pero interesantes casi siempre..
Sin llegar a la fatalidad completamente inverosímil de don Álvaro -el personaje del Duque De Rivas- un asturiano de Colombres, Iñigo Noeriega Laso nacido a mediados del siglo XIX, vivió un rosario inacabable de glorias y calamidades, que podrían haberle hecho decir, como don Juan Tenorio, que “a las cabañas bajé y a los palacios subí”. Emigró Noriega a México a los catorce años; sin una peseta; fue buscándose la vida al principio, todavía adolescente, y, poco a poco, en no demasiado tiempo consiguió acumular una fortuna espléndida, llegando a adquirir enorme influencia en la ciudad y todo el país. Y no sólo económica, porque es notorio que en las ciudades hispanoamericanas la relevancia económica se acompaña siempre de la influencia política y social.
Si no fuera un hecho tan bien conocido, bastaría con mirar de pasada uno de esos culebrones que nos sirven ahora con tanta profusión las televisiones españolas, para comprender que la riqueza obtenida, a veces, con métodos no muy regulares, se alía casi siempre con el poder.
Llena de avatares, anécdotas curiosas y hasta increíbles, leyendas y experiencias desmesuradas, la figura de Iñigo Noriega Laso, ha llamado y recibido la atención de estudiosos a ambos lados del Atlántico, y fue entronizado como un paradigma del indiano triunfador. Son muchas las biografías escritas tanto en España como en México, porque lo menos que puede decirse de él es que no fue su vida nada común.
Interesaba a los estudiosos era lo vertiginoso de su subida a las alturas de los poderes, puesto que en muy pocos años un joven pobre y desheredado fue a mutarse en uno de los hombres más poderosos de México y de toda Hispanoamérica. Su amistad con el presidente Porfirio Díaz pudo tal vez favorecerle en algunos capítulos de su haber, mas lo cierto es que su influencia económica abarcaba variados negocios agrarios e industriales, mercantiles y, por supuesto, bancarios. Como es natural, se le revistió de un halo de romanticismo, de modo que no se puede estar demasiado seguro de la veracidad de todo lo que de él se cuenta.
Más un conquistador de la vieja escuela que un sencillo indiano, como si hubiera nacido en el siglo XV y llevase jubón y calzas. Construyó palacios asombrosos y en gran medida imposibles, que alguno ni siquiera habitó nunca. Uno de ellos, la Quinta Guadalupe, una extravagancia para su época a la que él se refería como la “futura residencia de Porfirio Díaz”.
Fue Noriega sin duda consecuente con la época mexicana que le tocó vivir. Como muchos otros y en múltiples países durante esos años, las grandes fortunas se amasaban amparadas y fomentadas por el favoritismo oficial, y sin él, podía ser imposible enriquecerse. Según las investigaciones de una profesora de la Universidad de Puebla, Noriega acumuló en poco tiempo, entre 1897 y 1899, propiedades semi-urbanas que totalizaban más de trescientos mil metros cuadrados, y no sólo tenía ranchos, haciendas y rebaños. Sobresalió también como empresario textil y se situó como una de las dos o tres fortunas mexicanas más importantes del fin del mandato de Porfirio Díaz.
El periodista ovetense Javier Cuervo escribe al respecto: «Íñigo Noriega realizó grandes obras, espléndidas operaciones de especulación del suelo, participó en la industria textil como dueño absoluto de la cuarta empresa del país y accionista de la primera. Cumplidos los 27 años, inauguró la línea de vapores Casa Noriega y Compañía. Convirtió en oro todo cuanto tocó. Hizo una media de más de cinco operaciones comerciales por mes...».
Podría ser el planteamiento literario como inicio de una saga, que, al parecer, todavía no se ha escrito sobre este emigrante prodigioso.
Nacido en Colombres el 21 de mayo de 1853, Iñigo Noriega era hijo de José Noriega Mendoza y María Laso. Un tauro que en algunos aspectos puede parecernos paradigmático: “El signo horoscopero Tauro amará la tierra que lo vea nacer y la defenderá donde quiera que vaya. De ahí su gusto por lo tradicional y por el cuidado de la herencia cultural que recibe. Su intensísimo amor por la tierra, le lleva a respetar y amar la naturaleza de una forma especial”.
Aunque su padre no había ido nunca a América, habían realizado ese sueño varios tíos suyos, como Iñigo Noriega Mendoza, que años después fue alcalde en Colombres.
Experimentó el drama del desarraigo muy joven, porque a los catorce años se fue con dos hermanos camino del puerto de Cádiz, un penoso viaje por tierra previo a la travesía por mar. No era un analfabeto como solía ser habitual entonces, ya que al menos había recibido enseñanza primaria, lo que a aquellas alturas del siglo XIX no dejaba de ser un privilegio. Su tío Iñigo Noriega Mendoza era dueño de una tienda en México, donde el joven Iñigo trabajó desde que llegó el 30 de noviembre de 1868. De acuerdo con los usos familiares de la época, trabajaba casi por nada, apenas a cambio de cama y comida.
No se conformó, y en los meses y años consecutivos no paró de cambiar de empleo, siempre subiendo algún peldaño. Consiguió un día por fin un sueldo de cincuenta pesos, de los que giraba a su madre la mitad. Pero ya a los dieciocho años se independizó y emprendió un negocio propio, una tienda de víveres. Una investigadora mexicana contradice esa versión y afirma que se empleó con un cantinero con cuya hija se casó casi inmediatamente, un supuesto “braguetazo” al que muchos emigrantes de todas las nacionalidades han aspirado. Fuera suya o de su suegro, en la tienda de víveres tuvo lugar la primera de sus anécdotas conocidas. El gobierno limitó los horarios de cierre de esa clase de negocios, pero Noriega eliminó las puertas para no poder materialmente cerrarlas. Por supuesto, su tienda prosperó de modo galopante no sólo por el horario extendido, sino porque en Hispanoamérica se respeta mucho a los trasgresores; no dejaba de divertirles el desafío, que no se dejó de comentar en Ciudad de México durante meses.
Tanto sus familiares como los investigadores mexicanos relatan infinidad de anécdotas, de un hombre que debió de destacar por su temeridad y arrojo, en una época, la que nos retrata el cine americano del oeste, en que no respetar las leyes no era necesariamente ilegal. Dicen que durante un viaje en diligencia, unos bandidos trataron de asaltarla pero él amenazó al cochero para que no parase, y consiguió que los facinerosos desistieran disparándoles sin parar salvas y salvas, y salvó a los viajeros y el dinero.
Magnífica escena para que la hubiera filmado Sergio Leone en cualquiera de sus “espaghetti western”. De fijarnos en estos personajes de nuestro pasado reciente como estupendos protagonistas de novelas o películas, habríamos podido crear los mitos que tanto veneran, por ejemplo, en Inglaterra.
La biografía de Iñigo Noriega no necesita maquillaje. Ni literario ni cinematográfico. Su arrojo un tanto revestido de la arrogancia de los viejos mitos literarios se hizo patente un día que, durante la revolución, se organizó una manifestación popular pidiendo su cabeza. Aseguran que Iñigo enganchó un caballo y se unió a la cola de tal manifestación, coreando lo mismo que los airados manifestantes. Por supuesto, la cabeza del tumulto no lo cazó donde esperaba.
Se casó en 1876 con Guadalupe Castro, con quien engendró once hijos. Pero las consejas le atribuyeron unos cien hijos bastardos, de los que parece que reconoció a unos siete u ocho a la hora de morir.
¿Se podría inventar mejor al patriarca de un clan a la vieja usanza?
Todavía casi un muchacho, en 1881, inauguró una sociedad junto a su hermano Remigio, sociedad que se ocuparía de explotar las empresas comunes. Las iniciativas de esa empresa produjeron generosos frutos, no sólo gracias a la intuición y valentía de los dos hermanos, sino también a las prebendas del poder. Entre tanto, Iñigo no descansaba en su afán de profundizar sus relaciones sociales con gente influyente y se extendió por la ciudad el prestigio de su olfato infalible con los negocios, prestigio que le hacía vadear los obstáculos con maestría y fortuna y le convertía en objeto del deseo inversor de la aristocracia mexicana..
Sorprende que estos emigrantes enriquecidos hasta tales magnitudes, y siendo casi contemporáneos del nacimiento de Hollywood, no tuvieran la idea de convertir sus pueblos de origen en la meca del cine europeo, pongamos por caso, cuando ya por sí sus vidas eran tan apasionantes como cualquier película.
Tras diversos negocios, todos prósperos, Iñigo Noriega comenzó a adquirir propiedades, grandes extensiones del lado Este del Distrito Federal de México. Algunos proyectos de los que hoy abominaríamos, como el intento de desecar una laguna que había pertenecido a Hernán Cortés, le acarrearon la amenaza de extradición.
De tal encrucijada sacó la amistad de Porfirio Días, pues Iñigo no se amilanó con la amenaza, sino que soltó todos los “faroles” que consiguió imaginar, ganándose la admiración del presidente en vez de su hostilidad. Sucede en la mayoría de los países hispanoamericanos, que heredaron la suicida tendencia a burlarse de las leyes que muestran muchos en España; curiosamente, los gobernantes de aquel continente admiran “el valor” insolente del trasgresor en vez de castigarlo. De esa benevolencia, sacó Iñigo gran número de exenciones y privilegios para los siguientes setenta años.
Con el tiempo, realizó su proyecto de desecado y llegó a emplear a más de tres mil braceros. Este episodio del desecado hubiera dado para un gran guión de cine, con todas sus tramas colaterales de las intrigas en palacio y demás. Curiosamente, el cine español no se ha interesado nunca de manera adecuada por la epopeya individual ni colectiva de estos hombres.
A despecho de los altibajos del negocio agrícola, Iñigo llegó a fundar colonias y hasta ciudades. Siempre, con una febril actividad indesmayable, iba diversificando sus productos y negocios. Se construyó una residencia que llegó a ser famosa por el lujo y esplendor. El comedor medía casi cincuenta metros y en él podían comer doscientas cincuenta personas. Por supuesto, tanto boato le permitía recibir a grandes personajes de la política y el comercio, inclusive extranjeros.
Con su hermano o solo siguió acumulando propiedades y hasta construyó un ferrocarril, y comenzó a orientarse hacia las propiedades urbanas, llegando a poseer una parte muy considerable de la ciudad. Pero en alguna de sus pertenencias rurales, por ejemplo en el estado de Tamaulipas, estableció colonias, haciendas y grandes rebaños, constituyendo una sociedad cuyo capital superaba los diez millones de pesos. Regaba trescientas mil hectáreas y tuvo que importar colonos alemanes además de mexicanos, y cientos de miles de árboles frutales procedentes de España. A principios del siglo XX puso en marcha la construcción de un ferrocarril entre México y Puebla, ferrocarril que atravesaría gran parte de sus propiedades, como no podía ser menos.
Por todo ello, la historia mexicana lo reseña como uno de los hombres más ricos del país durante la segunda mitad del siglo XIX. Pero la caída de Porfirio Díaz y la revolución acabaron con su “baraka” en 1913. Más o menos arruinado, vivió un tiempo en Nueva York, pero nunca dejó de volver a México intentando recuperar lo que le habían expropiado. Hasta que murió pobre, al menos según sus propios parámetros.
Otro guión de cine no escrito.
Toda la vida de Iñigo Noriega da para una gran saga literaria de extensión de “culebrón”, pero en concreto, los últimos episodios de sus peripecias hace tiempo que deberían haber sido aprovechados por un realizador de cine. Hay de todo en esos momentos: la epopeya de construir un ferrocarril en territorio virgen, las convulsiones políticas, una revolución popular al estilo de “Viva Zapata”, la larga gestión del intento de recuperar su fortuna a la manera del coronel Aureliano Buendía o al estilo de los pleitos de Colón con Fernando el Católico. Su muerte “pobre”, protegido por su hermana es un final sumamente cinematográfico. Un final que no tuvo, como el caso de Colón, nada de pobre, puesto que legó “doscientos mil duros” a su pueblo para obras de enseñanza.
En Colombres, su lugar de nacimiento, construyó en honor de su mujer la Quinta Guadalupe, supuestamente para que la ocupara Porfirio Días en su exilio, que actualmente alberga la Fundación Archivo de Indianos. También en Colombres patrocinó Iñigo varios proyectos sociales que no llegaron a realizarse, como la red de saneamiento para complementar la traída de aguas, y fundaciones de enseñanza. Precisamente, en su testamento señala: «Dejo doscientos mil duros españoles para que con esa cantidad se restablezca el Colegio que fundé en Colombres, mi pueblo natal, y que ha de dedicarse a la instrucción de los jóvenes que quieran emigrar a América, a fin de que con la educación que reciban estén mejor preparados y puedan prosperar en el trabajo que adopten y en su vida social. El Colegio se establecerá al amparo de las leyes españolas y de acuerdo con sus prescripciones enseñará preferentemente los idiomas Francés e Inglés, Aritmética, Geografía, Correspondencia Mercantil, Teneduría de Libros, Taquigrafía y Mecanografía».
Extraña que los propios herederos o las fundaciones que se ocupan de estas cuestiones no hayan gestionado la producción novelesca ni la cinematográfica en relación con la muy apasionante vida de Iñigo Noriega.

Otro descendiente de asturiano cuyo recuerdo no se ensalza demasiado pues, más bien, es denostado, es el antepasado del periodista argentino Enrique Oliva, auto denominado “Rey de la Patagonia y Araucaria” tanto por el poder agrario que llegó a ostentar allí ese ascendiente, como por su comportamiento con los indígenas. Enorme potencialidad para un argumento cinematográfico la de este personaje, cuyo título nobiliario ficticio sería en sí mismo un estupendo titular de libro o película.
Mejor estudiado el indianismo asturiano que los de otras partes de España, se han escrito biografías y monografías que permiten recordar con mucho detalle a varios de sus miembros. Lamentablemente, no han sido llevados a la ficción como se acostumbra a hacer, por ejemplo, en Inglaterra con su emigración a la India, ni se les hizo pasar a la ficción como los grandes héroes que fueron efectivamente:
Juan Fernández, emigró con 14 años y fue andando hasta Santander (a 173 kilómetros) para embarcar. Como el mar estaba en calma sin ni siquiera una suave brisa, el barco de vela no pudo zarpar y Juan se vio obligado a dar media vuelta para volver a su pueblo. Puesto que la familia había realizado un sacrificio inmenso para pagar la travesía del joven, se enfurecieron y casi lo echaron de su casa.
¿Alguien podría inventar mejor una especie de comedia neorrealista?

Por los años de la segunda mitad del siglo XIX el destino preferido era Cuba, pero otros muchos se instalaron en Argentina, México, Puerto Rico, Santo Domingo o Chile. Tales países, recién independizados y emergentes, ofrecían oportunidades aparentemente accesibles de volverse rico de pronto. No importaba que todos supieran que muchos no lo lograban. Si sabían de alguien que no lo había conseguido, trataban de ignorarlo. Con su denuedo y su pujanza, junto a su necesidad, ambición y buenos deseos, el emigrante creía siempre que él sí lo lograría.
En los cinco siglos transcurridos desde que pusimos pie en Santo Domingo, el fracaso y la desventura de algunos no han disuadido nunca a nadie de emigrar. El flujo siguió y siguió y, para la suerte de los que quedábamos aquí, ellos siempre anhelaban volver y si habían tenido éxito, arribaban regando dádivas.
Llegaron a irse tantos de ciertas poblaciones, que para muchos asturianos, gallegos y canarios La Habana parecía más cercana que Madrid. En tanto que la capital de España les resultaba inalcanzable y como si estuviese emplazada en el fin del mundo, todos conocían a alguien en Caracas o La Habana,
Cuando regresaban y dependiendo de la magnitud de su fortuna, montaban negocios, patrocinaban obras comunales o llegaban a construirse mansiones que podríamos considerar de película, porque no dejaba de haber en el fondo un innegable y compresible deseo de reivindicarse a sí mismos y demostrar que el sufrimiento no había sido baldío. Con frecuencia, y sin abandonar otras iniciativas, instalaban alguna clase de local, tabernas o restaurantes, que les permitieran hacer tertulias con otros ex emigrantes, porque por triste que nos parezca, el que volvía nunca conseguía recuperar del todo su antiguo lugar en la sociedad.
Un recorrido por Barcelona, por la costa del Cantábrico y las Rías gallegas, y por la isla de La Palma, mirando con respeto y pasmo las casas que construyeron, permite al menos intuir lo que pasaba por sus cabezas.

La literatura lo ha contado con cierta desdeñosa amargura, como ya hemos visto, en vez de resaltar la enorme potencialidad de unas vidas tan apasionantes y unos comportamientos la mar de noveleros y cinematográficos. Muchos de aquellos heroicos hombres volvían repletos de dinero y buenos deseos, pero también con algo de desorientación. Actitudes sin duda muy cinematográficas y literarias. El momento de la llegada del viaje de regreso era siempre satisfactorio para unos y otros; todos en el lugar de origen festejaban la recuperación de un miembro de su comunidad; el problema tardaba siempre algún tiempo en presentarse. Gracias a los medios desacostumbrados y a su prosperidad, el emigrante percibía al principio una suerte de triunfo social. Todos lo festejaban al entrar en los locales; no era extraño que convidaran a toda la parroquia cuando recibía un aplauso al llegar a una taberna. Inclusive las autoridades acudían a saludarlos o le hacían llegar el recado sobre el deseo de recibir una visita suya.
Pero poco a poco las circunstancias iban cambiando; si el ex emigrante era uno de aquellos que se convirtieron en industriales y dieron amparo a paisanos que presenciaron materialmente la magnitud de su prosperidad, eran éstos los primeros que empezaban a reprocharle que hubieran vuelto: “Con lo que tenías allí, ¿qué se te ha pasado por la cabeza para volverte?” Se trataba, por supuesto, de paisanos que nunca llegaron a estar lejos el tiempo suficiente para saber que su próspero vecino podía llegar a ser capaz de cambiar la mitad de su riqueza por una sola de las raíces perdidas.
Más adelante, los que al principio se asombraron de la exuberancia de sus dispendios se empeñaban en hacerle comprender al indiano que los dueños del lugar eran ellos, y él sólo era un advenedizo que a ver cuáles intenciones traería. Con mucha frecuencia, y a pesar de las evidencias de su éxito, surgía el chisme malvado de que “ése ha vuelto porque fracasó allí”.
Ese comportamiento, que parece muy cruel pero que siempre se revela fruto del desconocimiento, se ha dado siempre entre nosotros y sigue dándose, aunque la mayor parte de emigrantes que vuelven todavía actualmente lo hacen para cobrar pensiones oficiales.
Pero ni los dimes y diretes, las murmuraciones ni las calumnias les amilanaban. Ellos habían desarrollado una facultad, la de esperar con tesón y sin desmayo. Por lo tanto, llevaban adelante sus planes de reintegración costasen lo que costasen, y con frecuencia les costaba todo. Es decir, conocían al regreso la verdadera ruina que no habían experimentado fuera, en aras de su empeño inútil por ser readmitido en su propia sociedad.

Los indianos dejaron monumentos, casas, saneamientos, obras maravillosas y desarrollo por todo el territorio español. Con cierta arritmia cronológica, todas las regiones recibieron su cuota de buena volunta indianista.
En Extremadura los ejemplos de arquitectura concebida y financiada por los indianos son, generalmente, más antiguos que en otros lugares. Resulta sorprendente el caso de Trujillo, una ciudad que desea y merece ser nombrada “Patrimonio de la Humanidad”. Llena de plazas, escalinatas y recovecos donde se amalgama lo renacentista con lo barroco, su urbanismo es en buena medida consecuencia del empuje y ambición de muchos de los primeros indianos, los que más que emigrantes eran descubridores y colonizadores, pero estaban movidos en principio por el mismo impulso y volvían prácticamente con la misma clase de anhelos. Partían de las mismas condiciones; eran pastores, campesinos u obreros pobres y poco formados.
En la web “Totum revolutum”, se dice al respecto: “Viernes enero 19, 2007. Indianos. Hace cinco siglos, extremeños ahora ilustres prefirieron una gloria incierta en América a una miseria más que comprobada en las tierras de sus amos. La huida les reportó a algunos la inmortalidad, a la mayoría la muerte, a unos pocos la riqueza.
Y a principios del siglo pasado, mis abuelos maternos "hicieron las indias". Se llamaba así al acto, a veces desesperado, de huir de la miseria local e intentar ganarse un futuro más prometedor cruzando el Atlántico y recalando donde a cada uno su instinto le dio a entender. Mis abuelos eran asturianos que, junto con los gallegos, protagonizaron una diáspora luego repetida tras la guerra civil. Paco y Flora fueron primero a Cuba y luego a los Estados Unidos, donde se quedaron unos años y donde nacieron mi madre y mi tía. Otros familiares les siguieron atrapados entre las ganas de mejorar y la añoranza de la tierra natal.
A estos exiliados económicos se les llamó "indianos". Los menos protagonizaron aventuras singulares que acabaron con el regreso a la tierrina (la morriña es propia de los que somos del norte, tal vez por el paisaje brumoso y el mar oscuro). En Asturias, algunos de estos afortunados levantaron escuelas en sus pueblos y ayudaron a sus convecinos consiguiendo finalmente una placa en la plaza o un busto en la escuela. Otros no llegaron a tanta generosidad pero levantaron las "casas de indiano" que jalonan el norte de España. Casas grandes, elegantes, desconocidas hasta entonces aquí, donde la casa familiar se recogía alrededor de la quintana, espacio central donde el hórreo hacía las veces de almacén y las vacas dormían en la "corte", cuadra en la planta baja que daba así calor a las habitaciones superiores.
Las casas de indianos decayeron en las décadas pasadas con la crisis económica en Asturias. Muchas han sido recuperadas por las administraciones, algunas siguen mantenidas por los herederos, que tal vez mantienen algún apego por la tierra que antes les daba de comer.
Mis abuelos no fueron de esos. Regresaron igual que se fueron, o tal vez peor, después de conocer las acerías de Detroit en años muy duros. Aquí les fue mejor y con mucho trabajo, lograron progresar y poner un chigre. Se llamó por el apodo de la familia, "los Casona", y el lugar es una plaza donde hoy vuelvo cuando puedo y que se llama El Carbayedo por los robles centenarios que la poblaban.
Apenas quisieron despegar, la realidad los atrapó de nuevo y se encontraron con la guerra civil española. No soportaron la idea de volver a exiliarse y se quedaron. La suerte quiso que en este pueblo la guerra no se cebara excesivamente en ellos y las muertes, venganzas y fusilamientos, que los hubo, fueran limitados. Mi familia sobrevivió aunque, como todos, quedó marcada por amigos y vecinos muertos, exiliados o prisioneros, algunos de los cuales nunca volvieron.
No tuvieron igual suerte mis familiares cubanos, abaceros en La Habana, que desaparecieron sin dejar rastro a principios de los 60. La revolución de Castro no les dio tiempo de volver a su tierra natal ni a mí oportunidad de conocerlos”.

En algunos lugares de la Andalucía atlántica llamaban “Brasiles” a las casas muy rimbombantes que ciertos indianos se construían. El fenómeno de los indianos de Andalucía no resalta tanto como los de Galicia, Canarias, Cataluña, Asturias o Cantabria, principalmente porque las grandes masas de emigrantes andaluces fueron allí en los primeros tiempos. O luego emigraron por la próspera Europa del Mercado Común. Por lo tanto, anteriores o posteriores a la gran época del fenómeno, finales del XIX y comienzos del XX.
Todos ellos, andaluces, catalanes, valencianos, vascos, asturianos, navarros, canarios o gallegos encontraban en los países de acogida muchos puntos de convergencia entre sí, porque les unía dos sentimientos hondos y muy parecidos: la nostalgia y el afán de volver.
Curiosamente, los asturianos que regresaban hablaban mucho menos bable y mejor castellano que a su partida. Una realidad que todos los emigrados han podido constatar es que, lejos, se aminoran las diferencias y todos se vuelven españoles acérrimos, sin más, sin ninguna clase de disparidad. Pueden mucho la paella y los boquerones en vinagre.
A pesar de cuanto se magnifica la obra de los indianos en Asturias y también a despecho de que sobrevivan algunas de sus espléndidas obras, del modo de vida de los indianos y sus costumbres y riquezas en muchas ocasiones, y en bastante s lugares, apenas las placas que los recuerdan resisten el paso del tiempo. Y ello a pesar de que subsisten magníficos ejemplos de casonas formidables, como la mentada Quinta Guadalupe de Colombres. En Ribadesella aguanta Villa Rosario, construida por Antonio Quesada en 1913, una suerte de bombonera junto a la playa. El indiano Quesada era originario de otro pueblo, Margolles y se había hecho millonario negociando con tabaco. Al regresar, prefirió sobre su aldea lo que entonces era un lugar de moda. La casona es tan grande, que en la actualidad ha sido dividida en tres viviendas. En Querías sigue en pie Villa Rosa, construida por el indiano José Celestino García en honor de su mujer, Rosa. En Somiedo sobrevive La Casa de la Torre, una construcción modernista muy espectacular edificada por el indiano Fermín Martínez, que se había marchado a Cuba a los dieciocho años. También permanece en pie Villa Isabel, en La Ferrería. Ésta fue obra de los dos hermanos Fernández García de Castro. Construyeron la casa en honor de su madre, Isabel, mientras ellos administraban en Cuba un negocio familiar que Fidel Castro les arrebató. Persiste en la actualidad, pero no en poder de sus herederos, sino que Villa Isabel tuvo que ser vendida a otros que residen allí todo el año. Permanecen múltiples obras de indianos en Noreña que se enriquecieron en La Habana. También resiste la Casona de Bustielo, en Piloña, convertido en hotel actualmente.

Una concepción inusitada fue la de los hermanos Jesús y Juan García Naveira en Betanzos, a escasa distancia de La Coruña. A su regreso, construyeron un recinto en cierto modo inexplicable, que hoy sólo se levantaría para darle explotación comercial como parque temático o algo semejante. Los hermanos García habían amasado una gran fortuna en América. Al volver, impulsaron gran cantidad de iniciativas benéficas y actividades culturales; crearon escuelas y centros de enseñanza, financiaron hasta hospitales, pero tanto altruismo apenas se nombra; lo que hace que sus paisanos se acuerden perpetuamente de ellos es un parque alucinante. Un sitio que midió en su origen unas diez hectáreas de extensión, que se llama “El Pasatiempo” y que reseñan las grandes guías de turismo. La entrada ya sorprende, con dos grandes leones esculpidos en mármol de Carrara. Trasponiendo la puerta, las sorpresas son innumerables y no acabarán hasta terminar el recorrido. Se puede ver un repertorio casi inacabable de conjuntos escultóricos que reflejan los más variados hechos, históricos, míticos o literarios, entre lagos, cuevas y alamedas. También se pueden ver copias de esculturas u obras muy conocidas, como las pirámides de Egipto a escala o el Estanque de Salomón.
Todo lo que se ve da para suponer que intentaron reproducir en su parque “El Pasatiempo” todo aquello que les había impresionado en sus viajes. Una obra tan enorme y muy ardua que fue realizada sin ningún propósito comercial, que es lo que ahora nos parecería lógico. Los dos hermanos mandaron esculpir estatuas, tallar pedestales, plantar flores y árboles y vaciar estanques, exclusivamente para su complacencia y la de aquellos que ellos querían.
Superada la sorpresa y, acaso, el escepticismo, se comprueba que, sin ninguna duda se trata de jardines muy hermosos que, en algunos recodos recuerdan las mansiones nobles del norte de Italia, y poseen rosaledas, coquetos cenadores y hasta un pequeño zoológico.
Ese mal agónico y destructivo de la guerra, nuestra Guerra Civil, junto al fallecimiento de uno de los hermanos, hicieron que El Pasatiempo se abandonase, degradase y hasta estuviera a punto de desaparecer.
Por suerte, el Ayuntamiento de Betanzos tuvo un día la buena idea de comprarlo a los herederos de los García Naviera y lo restauraron para ponerlo a disposición de la ciudad. Lamentablemente, las nueve hectáreas de la gran concepción de los dos hermanos quedaron reducidas a sólo una. Parte de los antiguos paseos se convirtieron en zonas deportivas y otras cosas “más prácticas”. A pesar de la drástica reducción y de que el lugar sufrió durante decenios el expolio de algunos desalmados con mal gusto durante mucho tiempo, todavía sirve el lugar para hacerse una idea no sólo de su grandeza inicial, sino de los impulsos que dominaban a los indianos en general a su regreso.

Sin llegar ni remotamente al esplendor de “El Pasatiempo” de Betanzos, sino más bien dedicada a negocios agrícolas, existió en Málaga una hermosa finca llamada La Virreina, donde se criaban los mitificados higos malagueños, tan cantados y elogiados por los poetas antiguos. La Virreina estaba presidida por un palacete envuelto en el perfume de jazmines y damas de noche, antaño pomposo y hoy prácticamente en ruinas, alzado por una malagueña que brilló en un importante virreinato hispanoamericano. En el centro de Málaga también destaca la Casa del Consulado del siglo XVII, tan relacionada con el comercio con América, y el Santuario de la Victoria, vinculado con la génesis del proceso al menos espiritualmente, y modelo mil veces reproducido en tierras americanas. En el elegante barrio de La Caleta, entre olores a salitre y cilindros, abundan los palacetes rimbombantes, muchos de los cuales fueron edificados por indianos aunque entonces no se les llamaban así; quedan en pie sobre todo los de estilo filipino. En la hermosa villa malagueña de Ronda sobresale el Palacio de Moctezuma, vivienda de los herederos directos del último emperador mexicano; o sea, indianos en estado puro.
Además de Málaga, en Andalucía sobreviven realizaciones de indianos en Macharaviaya, Úbeda., Palma del Río, Baeza, Jaén, Montilla y Córdoba. Sin olvidar los ya mencionados “brasiles”, las casa de indianos de las comarcas atlánticas. Tampoco hay que olvidarse de las casonas gaditanas construidas por comerciantes de Indias o directamente vinculadas con ese comercio, que para los gaditanos tuvo importancia capital. Como en Sevilla, donde lo que ahora es el Archivo de Indias protagonizó de manera exclusiva durante varios siglos el comercio con América, porque allí radicaba la Casa de Contratación y a su puerta puede verse todavía la “cruz de jura de los pactos”.
En Sevilla, sobreviven varios edificios interesantes de aquellos años pero hay una cuestión que llama poderosamente la atención: actualmente, nos hemos dado a aceptar los distorsionados puntos de vista inventados por líderes de los países hispanos para alentar el rencor contra la “madre patria”. Muchos de esos puntos de vista, e inclusive denominaciones que eluden a España, se inventaron en determinadas oficinas de los Estados Unidos durante su guerra del 98 con España. Ahora, los españoles, que también recibimos los mensajes sumamente antiespañoles de Hollywood, en cuyas películas siempre son buenos los anglosajones y malos los españoles, hemos acabado asumiendo que fuimos malvadísimos en América y menuda la hicimos. Pues, bien, no fuimos peores que otros, como los ingleses o los belgas, que fueron terribles. Nuestros reyes dictaron leyes que protegían a los indios y nunca fueron aquellos emigrantes del XV o el XIV tan malvados como otros colonizadores europeos. Y en muchos aspectos, las evidencias dicen lo contrario que esa moda tan autopunitiva y falsa., aireada por medios e intereses sumamente sospechosos de deslealtad con nuestra historia. En Sevilla se pueden ver apenas unos diez pomposos edificios coloniales; en la misma época de su construcción, se estaba edificando la maravilla urbanística que es la Lima antigua, Quito o Cartagena. Una ligera comparación, basta para dudar de manera sumamente razonable de esa autoinculpación de expoliación que ahora está tan de moda, por iniciativas inconfesables. Todos sabemos que la palabra “Latinoamérica” es una barbaridad inventada por la CIA a principios del siglo XX.

Insistiendo en lo mismo, cabe recordar una anécdota cierta que protagonizó uno de nuestros mayores literatos del XX. Durante una visita a México, contrató un guía para que le ensañara Teotihuacan. Este guía, muy inoportuno y seguramente poco profesional, no paró todo el día de reprochar “el expolio que hicieron ustedes los españoles”. A cada paso, decía frases semejantes. “Ustedes los gachupines arrasaron”, “Los antepasados de ustedes se lo llevaron todo”, “Los españoles de aquella época aplastaron ”nuestra cultura”. “Sus antepasados de usted borraron un imperio civilizado para traernos la inquisición”.
Tales reproches, algunos bastante enojosos e insultantes, y todos dichos con tono airado, inconsecuente en un guía que estaba siendo abusivamente bien pagado, continuaron durante todo el día. Teotichuacán es un santuario enorme, una especie de Vaticano de las antiguas culturas mexicanas, lleno de recovecos y subidas difíciles por la altura a que se encuentran sobre el nivel del mal. En realidad es mucho mayor que el Vaticano, por lo que la información que dan los guías de que es el santuario de un pueblo que sumaba setenta mil personas no se tiene en pie. Hay avenidas inmensas y dos pirámides que se aproximan al tamaño de las egipcias, además de templos impresionantes, recintos para cultos, sacrificios o deportes y una curiosa afición de los pueblos precolombinos a tapar con obras toscas y groseras otras realizaciones llenas de esculturas exquisitamente labradas. Con la respiración entrecortada, nuestro escritor no paró de escuchar tales acusaciones, alguna decididamente groseras, con las que el guía parecía pretender o bien que él mismo le devolviera al instante cuanto aseguraba que sus antepasados habían robado, o bien que se inmolara allí, tirándose desde la Pirámide del Sol.
Por supuesto, el escritor conocía la historia muchísimo mejor que su guía, que había recibido en la escuela primaria, como todos en Hispanoamérica, un adoctrinamiento nacionalista cuyo “leit motiv” es casi siempre denostar la colonización española. Harto, tenía que hacer grandes esfuerzos de contención para no afear a su guía la importunidad de tales comentarios, encontrándose sirviéndole a él, con la obligación de hacerle pasar el rato lo más instructivamente y mejor posible.
La última vez que el guía acusó: “Sus antepasados robaron y asesinaron”…, el escritor decidió no aguantar más y preguntó:
-¿Cómo se llama usted de apellidos?
-Fernández García –respondió el guía.
-Pues esos antepasados de los que usted habla –repuso el escritor- son los suyos. Fueron sus supertatarabuelos Fernández y García quienes asesinaron, robaron y arrasaron. Mis antepasados no hicieron nada de eso. Yo soy español precisamente porque mis antepasados no vinieron aquí.

La idea heroica del hombre hecho a sí mismo la simboliza el indiano de modo muy expresivo. Hecho a sí mismo en el más amplio de los sentidos porque, debido a la instrucción escolar más bien escasa con que emprendieron sus viajes, hasta en el sentido cultural debieron ser autodidactos. Estando claro que las experiencias casi nunca sirven a otros, esto es mucho más verdad en cuanto a la emigración. Fabricarse un porvenir sin que nadie venga a explicarle a uno las claves era en los casos de los emigrados de fines del XIX un acto de heroicidad.
El primer propósito al tomar el barco era casi siempre calcado: Hacer las Américas en el menor tiempo posible y volver cuanto antes. El segundo, y por razones de emulación de lo que habían visto en muchos casos a lo largo de sus vidas, construirse al volver una mansión espléndida, una especie de palacio, y casarse con alguna mujer que, antes de su partida, jamás habría estado a su alcance, y vivir cómodamente y sin trabajar el resto de su vida. Pero, para ese propósito, la abrumadora mayoría de indianos trataban de mejorar los que iban a ser sus alrededores, construyendo hospitales, escuelas, sistemas de comunicación y demás.
Un indiano catalán, Francisco Gumá Ferrán, nacido en Villanueva y Geltrú, cuando regresó a su ciudad a mediados del siglo XIX tras haberse enriquecido en Cuba, se empeñó en conseguir el trazado de un ferrocarril entre su pueblo y Barcelona. Había un proyecto de vía marítima que no avanzaba y lo que marcaba el ritmo de los tiempos era el tren. De ese modo, quería Gumá remediar el atraso que le parecía que paralizaba a su pueblo comparándolo con las comarcas de alrededor. Gastó años y años en tiras y aflojas, en unas gestiones muy arduas ante autoridades poco sensibles, que darían para un estupendo guión cinematográfico o una novela, llenos de suspense, a la manera de los viejos fundadores que deben luchar contra todos y su incomprensión y vencen de modo imprevisto. Al final, Gumá obtuvo la concesión para construir y explotar una línea férrea entre Barcelona y Valls (Tarragona), mediante ley de enero de 1877. Toda la inversión inicial la sacó de su faltriquera, y gastó la mayor parte de lo había ahorrado durante una vida de emigrante lleno de toda clase de privaciones, pues no recibió ni una peseta de subvención ni “ayuda al desarrollo”. Y entonces no existían las contribuciones europeas.
En una población de Gerona llamada Begur, suelen celebrarse fiestas en honor de los indianos que, muy numerosos en ese pueblo, provenían de Cuba. Para que no se olviden sus hechos, conmemoran la gesta celebrando la Feria de Indianos. Fueron muchas poblaciones costeras catalanas y levantinas en general las que proveyeron de emigrantes el crepuscular dominio español de la Perla de las Antillas. Iban allí para cambiar su suerte personal, pero muchos de ellos volvieron en realidad para cambiar la suerte de sus pueblos. Como en tantos rincones de España, dejaron un patrimonio muy importante en sus poblaciones de origen, donde construyeron muchas casas majestuosas, como en El Maresme, Blanes, Lloret de Mar, Santa Coloma, Palafrugell, Tossa de Mar o Sitges. Y también, como ya queda comentado, impulsaron importantes iniciativas empresariales y vías de comunicación. Últimamente, varios de esos municipios han hablado de la idea de crear una especie de itinerario del indianismo, lo que es un proyecto excelente y se les brindaría así a los indianos un homenaje que no les prodigan otros que debieran mostrar perpetuo agradecimiento. Por ahora, y como conmemoración sin duda indianista, en el Mediterráneo catalán y valenciano, hay que señalar lo mucho que abundan los festivales de habaneras. Los siglos XVIII y XIX, presenciaron la emigración de grandes contingentes de habitantes de muchos pueblos de tales costas rumbo a Cuba, como queda señalado Los que recibieron el sagrado toque benefactor del pájaro queztal y volvieron ricos, alzaron un majestuoso patrimonio cultural en sus municipios y emprendieron, tal como hemos visto, ambiciosos planes comerciales y empresariales que contribuyeron en gran medida a la prosperidad de Cataluña y Levante.
Manuel Pereira escribe refiriéndose a la Barcelona indiana:
“¡De modo que cuando paso por el Palacio Güell, o por el Parque Güell, o por la Finca Güell, siempre siento que —en alguna medida, aunque sea mínima— son monumentos cubanos. Y lo mismo experimento cada vez que veo la réplica del submarino de Monturiol, en el Port Vell, delante del Imax”.
Por último, cabe señalar que un importante hotel de Villanueva y Geltrú y el restaurante Fitorra, funcionan en una antigua casa de indianos cerca de la playa.

Contrariamente a lo que algunos desenfoques creen, el fenómeno indiano abarcó todo el territorio español ya desde el siglo XVI. Sin ninguna excepción territorial, pese a lo que ahora afirmen algunos fanáticos desinformados que parecen empeñados en contagiar a los demás su malquerencia y falta de información. Aunque los pueblos mediterráneos citados deseen fundar una “ruta del indianismo”, la evidencia es que recorriendo ciertas zonas en toda España, se puede ver que existen tales rutas de manera espontánea. Son comarcas y regiones enteras las que muestran orgullosas las obras que modificaron para siempre su porvenir en tiempos difíciles.
En aquella temprana época siguiente a la colonización, un indiano murciano fue Juan López, descendiente de un prestigioso linaje de Moratalla, fundado por el leonés Diego López, que era uno de los doce caballeros de la Encomienda de Santiago entre los que el virrey Pérez Correa repartió durante el XIV las tierras de Moratalla, tras la recristianización de este territorio murciano. Diego López se apropió de la Vega del Alárabe. Como tantos otros, Juan López se había marchado solo a su procelosa aventura y regresó, como no podía ser menos, en busca de su mujer y su hija. Al contrario que la mayoría, habiendo dejado algo tan cercano él pudo considerarse más afortunado en lo sentimental que otros indianos.
Por todo el territorio español, tanto peninsular como isleño, los indianos iban dejado obras, legados, infraestructuras, literatura y en ocasiones insólitos modos y maneras de entender determinadas cosas.
El donostiarra Pío Baroja presenta a varios indianos paisanos suyos en alguna de sus novelas. El autor describe a sus personajes, antiguos emigrantes vueltos a España enriquecidos, con mucha ternura pero no deja de ironizar sobre cierta presunción tal vez poco investigada por parte del autor. Pone un relato en boca de uno de sus personajes, un indiano llamado Shanti Andía: "Venía en el barco un indiano vascongado que se embarcó en Buenos Aires en mi barco. En todo el viaje de América a Europa no se atrevió a hablarme. Debía de ser un hombre muy tímido. Luego, en el vapor que nos llevaba a Bayona, se acercó a mí y hablamos. Había pasado veinticinco años en las pampas hasta enriquecerse. No tenía familia y no sabía qué hacer ni donde fijar su residencia".No explica cómo había hecho su fortuna el vascongado, mas sí lo hace en relación con otro indiano, a quien desprecia: "Contaba una criada de mi casa, la Iñure, que un indiano rico de su pueblo, ex negrero, que estaba muy incomodado porque su hijo quería casarse con una muchacha pobre, hizo a la chica esta advertencia: Yo, como tú, no me casaría con mi hijo. Ten en cuenta que yo he sido negrero y que en mi familia ha habido personas que fueron ahorcadas. -Eso no importa –contestó la muchacha-. Gracias a Dios, en mi familia ha habido también muchos ahorcados. Realmente, esta muchacha discurría muy bien". Según relata Baroja, los indianos se reunían en determinadas poblaciones, y evidenciaban una manera original de ostentar sus logros: "En todos los puertos de mar, constituidos casi siempre por una población advenediza y aventurera, se forma un espíritu aristocrático endiablado. En las ciudades arcaicas y tradicionales los individuos que creen formar parte de la aristocracia alegan los prestigios de la clase con más o menos razón; en las ciudades modernas ya no es la clase solamente lo que se defiende, sino el matiz. Así sucede que Bilbao o Buenos Aires, Manila o Barcelona, tienen más prejuicios de casta que Toledo, Burgos o León. En Lúzaro, en pequeño, ocurre lo propio desde que se ha llenado de indianos y de gente forastera”.
A pesar de la calidad de su prosa, Baroja no deja de evidenciar, a lo mejor de manera inconsciente, el prejuicio suspicaz con que se acogía con frecuencia a los indianos. Una hostilidad que fue común por todos lados y que seguramente tiene que ver con lo más perturbador y secreto de la condición humana; las comunidades establecidas, y sobre todo sus “fuerzas vivas”, ven con temor la llegada de alguien con más visión, más ambición y, sobre todo, más dinero.
Baroja participó en buena medida de esa clase de actitud, a pesar de lo muy activamente que participaron los indianos en la financiación de las construcciones del Ensanche de Bilbao.

Como las hermosas y algo exuberantes casas que vemos hoy convertidas en hoteles o sedes de instituciones en Cantabra, Galicia, Canarias y Asturias, también fueron edificadas en otros múltiples lugares, por toda España. En Soria, por ejemplo, existen ahora hermosas casas rurales y mansiones de indianos convertidas en coquetos hotelitos.
Además de obras considerables y en ocasiones utilísimas, como el ferrocarril entre Valls y Barcelona, y fastos de estilo aristocrático, se daban también los personajes entrañables y pintorescos. Un indiano malagueño dio origen a un importante género flamenco, los Cantes del Piyayo. Este Piyayo, un gitano rubio y alto en contra de lo que afirma el verso de José Carlos de Luna, volvió de Cuba a su tierra con algunos fondos, dispuesto a pasarse la vida tocando malamente la guitarra, cantando con bastante desafinación, comiendo búzanos y almejafinas acompañadas de cartojal, y poco más. Pero los fondos no le dieron para muchas juergas y acabó trabajando en turno de noche en los terrores llenos de “malbajío” de una funeraria, y chamullando en los atardeceres alpistelados sus “cantes de ida y vuelta” por las tabernas, a cambio de unas monedas. Tal vez no fuera un intelectual, pero muchas de sus letras son verdaderos tratados de sociología:
“Adiós patio de la cárcel,
rincón de la barbería;
que el que no tiene dinero
lo afeitan con agua fría”.
En León se cuenta también la historia de un curiosísimo indiano. El Tío Santos, que tenía una pierna de palo. Tras perder a su mujer decidió emigrar y volvió después de unos años gracias a un premio que le dieron en Buenos Aires por ganar un concurso de baile para cojos
El burgalés Francisco de Vitoria opinaba duramente contra sus paisanos indianos. “No firmaría su inocencia –escribe- ni por la mitra de Toledo. Antes se me seque la lengua y la mano, que yo diga ni escriba cosa tan inhumana, fuera de toda cristiandad. No faltará quien los excuse y quien alabe, incluso en aquellos conquistadores y encomenderos, “los hechos, la muerte y los expolios”.
Por lo tanto ya en el siglo XVI, y en los textos de tan importante pensador, se vilipendiaba a los indianos, lo que nunca dejó de producirse en los siglos siguientes. Los que emigraron ambicionando fortuna y volvían en busca de sus terruños, dispuestos a pagar lo que fuera por el derecho a reintegrarse, hallaban incomprensión, suspicacia, rechazo, maledicencia y con mucha frecuencia expulsión más o menos forzosa.
Muchos lo intentaron sin conseguirlo y acabaron retornando de nuevo a Cuba, Argentina o Venezuela a regañadientes, por haberse quedado sin proyecto verdadero de vida.
Y da para suponer que tal cosa ha venido sucediendo desde la Colonización de América, sin interrupción. Pero, al mismo tiempo, precisamente para vencer las resistencias y seducir el amor esquivo construyeron afanosamente, de manera que a pesar de todo triunfó su ansia aunque ellos no pudieran disfrutarlo en muchos casos.

Existen por todo nuestro territorio ejemplos muy expresivos de que el indianismo abarcó a todos, sin excepciones. Todas las regiones y prácticamente todas las localidades recibieron su cuota de realizaciones que siempre trataban de suplir las carencias que el indiano recordaba o las que comprobaba a su vuelta, si no se trataba de una casa suntuosa con la que probar, antes que nadie a sí mismos, que los sacrificios y privaciones no habían sido en balde.
Alicante por ejemplo que, como Málaga y Almería, sufría constantemente el ataque de piratas berberiscos, había aprendido a vivir con el peligro, y sus hortelanos inventaron ingeniosos sistemas para avisarse de la llegada de tan indeseables huéspedes. De todas maneras, hartos de quemas y luchas que nunca tenían fin, empezaron a emigrar y lo que se inició como un chorreo se convirtió en avalancha rumbo al Caribe, principalmente de peones del campo que, cómo no, volvieron en muchos casos ricos y poderosos.
En la actualidad, las haciendas de la extensa huerta de La Condomina son testimonios de aquella epopeya, pues muchos de los que volvieron se construyeron estupendas casas solariegas alternadas con jardines y huertas. Casi todas poseen almazara, bodega y capilla, además de bellos jardines encajados en las explotaciones agrícolas.

Entre otros, los grandes promotores del desarrollo urbanístico de Pamplona fueron los indianos. Cuando pasó de ser una simple fortaleza a tratar de ser una urbe, hubo un empeño muy afanoso de Madrid por que se introdujeran toda clase de novedades positivas y “civilizadas” dentro de sus murallas. Hubo importaciones masivas de arte y, en buena medida, el colofón lo pusieron los indianos con gran número de edificios privados.
Los indianos han dejado innumerables rastros en todas las islas Canarias, pero el carácter de los pueblos se manifiesta no sólo en la manera de respetar y conservar los monumentos, sino, sobre todo, en la forma de honrar y conmemorar a quienes los hicieron. Los canarios son gente divertida, hospitalaria y bienhumorada, que tiene sus maneras particulares de hacer las cosas. En todas las islas del archipiélago existen fiestas muy tradicionales y tumultuosas referidas a los indianos, cuestión en la que ellos se tienen por precursores ya desde el mismo acontecimiento del Descubrimiento. Las fiestas más tradicionales de la Vega de San Mateo en Gran Canaria, son las del agricultor y los indianos; se celebran en julio. La Fiesta del Agricultor tiene lugar el primer domingo del mes de julio con carácter eminentemente popular y en ella destacan las degustaciones de leche recién ordeñada y la trilla de cereales con acémilas autóctonas. La de los Indianos, se conmemora en el barrio de Las Lagunetas y tiene su origen en la emigración de los lugareños a la isla de Cuba y su posterior regreso. Todo, recuerdo o rememoración de un pasado que todavía permanece en presente, porque aún quedan numerosos canarios residenciados en Venezuela y Cuba. Notable es que el habla de Canarias, Cuba y Venezuela no se diferencie apenas. Era tan abultado y constante el flujo de viajeros desde La Palma a Cuba, que la línea entre ambas islas era más importante y frecuentada que las que unían a La Palma con el resto de archipiélago, entre el siglo XIX y el XX. Recuerda W. Rodríguez Brito que “En 1900 salían regularmente desde el puerto palmero con destino a La Habana siete servicios mensuales, frente a los cuatro servicios interinsulares o el único que unía a La Palma con Cádiz”. Posee Canarias un icono pictográfico muy importante y expresivo sobre los indianos en la pintura de J. B. Fierro. La interesante parodia popular que se celebra en Santa Cruz de La Palma cada Lunes de Carnaval, tiene como único y divertido fin, de forma, eso sí, respetuosa, cariñosa y elegante, caricaturizar el desembarco de los palmeros emigrados, “señores muy conocidos con sus esposas y sus hijos vestidos de isleños que regresaban a Cuba al son del ritmo de allí”. Viene a ser como una especie de “auto de fe” pagano, con el que parecen tratar de que nadie olvide no sólo el hecho de emigrar, muchas veces tan triste, sino el significado de aquella gesta para la vida de los isleños. La interesante representación se complementó más tarde con la costumbre de los empolvados (regueros de talco), peculiar tradición exclusiva de los carnavales de Santa Cruz de La Palma.
Los indianos canarios dejaron rastros por doquier a su regreso a las islas, donde por las propias limitaciones geográficas destacan más que en otros sitios. Muestras arquitectónicas de extraordinaria belleza y luminosidad que son exhibidas con orgullo por los naturales de cada isla. En Gran Canaria, destaca la villa de Bidones, lugar muy aristocrático que sobresale por su situación geográfica; también la llamada puerta de Pinares, y por todos lados abundan hermosas casas de indianos en distintos grados de conservación.

En un suplemento de El Mundo, Patricia Osuna nos cuenta que el carnaval de la isla de la Palma tal vez no sea tan multitudinario ni fastuoso como los de las otras islas canarias, pero gana adeptos cada año por su espíritu descarado y la vocación de rescatar la figura de sus antepasados, porque el lunes de carnaval los palmeros se desbordan por las calles disfrazados de indianos y libran una divertida “batalla”, a base de polvos de talco. Dice Patricia Osuna:
“Ni el profundo azul del océano que la circunda, ni el verde de la naturaleza que la ha dotado de un Parque Nacional maravilloso: la isla de La Palma, durante los carnavales, toma el blanco –como la nieve de sus cimas, como la niebla que a veces oculta la Caldera de Taburiente- para disfrazarse y arrastrar en el frenesí de sus fiestas a todo aquel que desembarque en la capital, Santa Cruz de La Palma.
Auque su carnaval se celebra durante toda una semana (del 4 al 12 de febrero), es el Día de los Indianos el que imprime a estos festejos un carácter único. En una ciudad de


honda tradición marinera como es Santa Cruz, esta celebración supone un reencuentro con la historia y la figura del emigrante canario, que regresa de las Américas tras haber hecho fortuna en países como Cuba y Venezuela.
Durante el Día de los Indianos, miles de palmeros se transforman en emigrantes que, evocando a sus antepasados, simulan arribar al puerto haciendo ostentación de su poder y riqueza. Así que los indianos desembarcan en la isla con el atuendo obligado para ese día: los hombres con impecable guayabera o traje de lino —siempre blanco—, rematado el conjunto por un sombrero de paja; las mujeres, con encajes y faldas abullonadas —blancas, cómo no—, toda suerte de abalorios y desparpajo a raudales”.
La Posada del Indiano es una genuina casa de indianos de principios de siglo, situada en un pequeño pueblo a doce kilómetros de Soria. Totalmente restaurada y preparada para los nuevos tiempos, con bañeras jacuzzi, duchas de hidromasaje, Internet y TV, conserva las claves y estilos de la época de los indianos vueltos de su aventura americana.

Como ha quedado más que visto, Cantabria es tierra paradigmática de indianos, pues todos pensamos en esa comunidad al plantearnos la cuestión, dada la variedad de edificaciones notables que sobreviven. Aunque estos emigrantes regresados han dejado huellas muy destacadas por todas partes en España, y en todas las épocas desde el siglo XIV, en Cantabria impresionan las obras por su número y en muchos casos por su magnificencia. Las donaciones de un indiano permitieron la construcción de la parroquia de Arredondo a finales del siglo XIX.
En la web de Cantabria Joven aparece este texto al respecto:
“Sin duda, Antonio Gutiérrez Solana, fue el indiano más conocido de Arredondo. Gran benefactor de su pueblo, promovió la construcción de la iglesia neoclásica de San Pelayo que se comenzó a edificar en 1852, inaugurándose el 26 de junio de 1860, día de San Pelayo. Su coste de construcción alcanzó la cifra de 800.000 reales. El promotor deseaba que la iglesia recogiera las formas de dos edificios modernos que le habían llamado poderosamente la atención: el Congreso de los Diputados (1844) y el faro de Cabo Mayor (1839). Dice la leyenda que la torre, con forma de faro, obedece al capricho de un indiano que pretendía ver el mar desde Arredondo. Esta versión no deja de tener gracia, pero sería agraviar a nuestro ilustre personaje y acaudalado empresario, si la diésemos la más mínima credibilidad.
Además de promover la construcción de esta iglesia de San Pelayo, Antonio Gutiérrez Solana financió en Arredondo la construcción del ayuntamiento y dos escuelas de niños y dos de niñas, con viviendas para maestros y el secretario. Pero sus miras estaban puestas en objetivos más altos: trató de desarrollar el municipio de Arredondo mediante la construcción de la carretera San Salvador - La Cavada - Ramales.
En esa carretera invirtió setecientas mil pesetas a mediados del siglo XIX, vía que fue la única comunicación de Santander con Bilbao entonces. Su apertura no tuvo lugar hasta 1861, cuando se terminó el ramal Muriedas-San Salvador. Gutiérrez Solana también participó activamente en los primeros intentos para tender el ferrocarril Santander-Alar del Rey, destacando como el segundo accionista de la compañía, tras el ayuntamiento de Santander. De Bustablado, procede uno de los magníficos benefactores del pueblo, Antonio Trueba Barquín, que nació en 1873, en "El Torno". Emigró a Piedras Negras (México) a los dieciséis años, y allí se dedicó al comercio con éxito y ventura, contribuyendo en su pueblo a financiar la traída de aguas, la luz y la construcción de escuelas, más un hospital en 1907. En Santander subvencionó las escuelas de oficios de los Salesianos y colaboró económicamente con el hospital de Santa Clotilde. Otro de los indianos afortunados fue Francisco Maza Abascal, emigrado a Tampico en México. Comerció con petróleo. A su vuelta, construyó en la avenida de la Reina Victoria, en Santander, la casona bautizada como quinta Maza. La sede municipal de Soba se pudo hacer gracias a donaciones de vecinos que vivían en América, así como escuelas en la misma Soba y en Ruesgas, como muchísimos otros edificios públicos de la comarca, hechos que se recuerdan en la actualidad mediante placas. Esa generosa manera de emplear el dinero tan sudorosamente ganado ya no estila mucho, pero relumbran por todas partes comarcas enteras favorecidas por el amor y el afán de indianos. Sobresale en Cantabria la hermosa villa de Comillas. A finales del siglo XIX el Rey ya pasaba algunas temporadas allí, y desde los años setenta del mismo siglo, esta villa fue frecuentemente elegida para el veraneo y descanso de numerosos miembros de la nobleza y la burguesía, en especial de Madrid, Barcelona, Sevilla y Bilbao. Tiene Comillas una playa excelente y una Universidad Pontificia, y en su extenso patrimonio artístico sobresalen las obras de los indianos.

Hay autores que han asegurado que los emigrantes son como las aguas de los ríos.
Que tienden a regresar a su cauce aunque alguien las desvíe. Tal vez no sea muy afortunado el símil, pero el hecho cierto es que aunque se nos afirme que muchos emigraron para siempre, a fin de establecerse en otros lugares, la realidad es que el anhelo de regresar no se abandona nunca. Sea cual sea el esplendor de la vida que se lleve en las ciudades de acogida, se desea vehemente volver. A la nostalgia, la añoranza de amores y el recuerdo de olores y sabores se une un sentimiento que jamás han experimentado los que se quedan: la sospecha de haberse quedado sin raíces. Lo que ven los familiares y amigos de emigrados es un posible éxito económico, la exuberancia –típicamente hispanoamericana- de los dispendios cuando vienen de vacaciones y los modos y maneras del propio emigrado, tan evolucionados respecto del joven desheredado que recuerdan que se fue. No pueden ver su interior. Nadie exterioriza el desconcierto de no acabar de saber del todo a qué se pertenece de verdad. Porque por mucho que uno se adapte a otros lugares, por mucho que se esfuerce por comprender las claves de esos lugares, siempre sentirá que pertenece al lugar que dejó. Lo malo es cuando descubre que los que quedaron en ese lugar también han dejado de considerarlo paisano.Sólo los emigrantes conocen el vacío y el vértigo de haberse quedado sin raíces. ¿Es posible describir el dolor de no poder distinguir a dónde pertenece uno de verdad?
De la convicción de que se iban para no volver puede proceder la perplejidad e incredulidad que producía en muchos casos el regreso. De ahí también la incomprensión que podía desembocar en ironías y hasta crítica, y a veces caían los del lugar en la crueldad incalificable de la ridiculización. L los indianos eran gente empujada fuera de su pueblo por la situación económica o circunstancias igualmente desgraciadas. Portaban una fuerte carga de valentía y, desde luego, de osadía. Sin nada mejor que hacer aquí, preferían arriesgarlo todo en México, Argentina o Cuba antes que conformarse con arrastrar una existencia lánguida en su pueblo. Pasado el tiempo solían regresar para presentar cuentas ante sus convecinos, epatarlos y maravillarlos. Si el balance personal de aquel emigrante era positivo y de su riqueza entregaba un parte para los demás, automáticamente se convertía en un indiano. Acostumbraban a tener comportamientos bastante similares entre ellos. Desde el punto de vista de sus paisanos actuaban con extravagancia y los autores y estudiosos le achacan siempre, sin excepciones, falta de cultura. Sería conveniente, primero, definir qué es exactamente cultura y, luego, medir la de los juzgados en comparación con la de los juzgadores. A aquellos abnegados indianos nadie le había hecho fácil la vida; todo se lo habían ganado con sus sudores y si querían jactarse de lo que habían conseguido, no sólo estaban en su derecho, sino que hacían como han hecho los seres humanos desde el primero que se construyó una chabola de ramas encima de la cueva para fardar.
En Santander, uno de sus indianos más famosos fue Ramón Pelayo, que impulsó la construcción del hospital Marqués de Valdecilla. También fue el más generoso de los donantes para construir, para las vacaciones reales, el palacio de la Magdalena. Quedan como vemos obras de indianos en muchas comarcas de Cantabria, y uno de los lugares donde son más abundantes es la parte alta del Ansón. Sobre todo en los municipios de Arredondo, Ruesga y Soba. El fenómeno de los indianos siguió siendo característico en Cantabria casi hasta la Guerra Civil. Añejos edificios, escuelas de pueblo, iglesias enriquecidas e interesantes casas consistoriales son algunas de las obras que los indianos legaron a la posteridad en beneficio de sus paisanos. Por eso los pueblos de Veguilla, Hazas, etc. conservan incontables placas en recuerdo de la generosa y altruista obra social que sus indianos construyeron. Una de esas placas aún puede verse en la fachada principal de la iglesia de Arredondo Reza «al insigne patricio don Antonio Gutiérrez Solana», que financió las obras de la nueva iglesia, con su imponente torre”. En otra figura esta inscripción: «El pueblo de Valle agradecido a don Andrés Cano Diego». Está junto a las viejas escuelas de Valle. Hay dedicatorias semejantes en numerosos edificios públicos de toda la comarca.
Como en toda España, en Cantabria los emigrantes eran empujados las más de las veces por condiciones sociales y económicas muy deficientes, lo que alentaba la ambición imparable que los convertía en afortunados. Con el tiempo, las condiciones de vida mejoraron en España, logro que detectaron primero los emigrados que los propios residentes. A finales de los sesenta, ya se decía en los países iberoamericanos que “España parece otra cosa”. Destacados profesionales que venían de visita o por un cursillo o seminario, volvían allí admirados de ciertos adelantos o formas de hacer de terminadas cuestiones. Curiosamente, es mucho más fácil calibrar las condiciones del país de origen para quien los mira desde lejos, pero con mirada observadora, que para quien vive el día a día de cerca. El salto del charco decayó y, poco a poco, fue dejando de producirse. Dejó de ser necesario emigrar a América, aunque otros se iban a Alemania, y por su parte las economías hispanoamericanas fueron declinando y no mantuvieron ni por asomo la fortaleza de los tiempos anteriores. En estas condiciones, ni resultaba cómodo hacer negocios allí, ni el cambio de las monedas permitía hacer aquí excesos a quienes poseían fortunas en monedas de aquel continente De esta manera fue propiciándose fatalmente el fin de los indianos. En la guía turística del Alto Asón puede leerse: “A lo largo del discurrir del río, eje vertebrador del valle, se extienden pequeños pueblos que se caracterizan por su arquitectura tradicional, destacando las casonas blasonadas de sillería y los palacios y casonas solariegas y de indianos que hacen de esta comarca un lugar de gran riqueza patrimonial, tanto civil como religiosa. La abundancia de canteros en la zona y la pujanza económica en la Edad Moderna, propició la construcción de importantes casas solariegas y palacios durante el XVII y XVIII. Desde finales del XIX, con el regreso de algunos indianos, aparecen también ejemplos de "arquitectura indiana", con edificios de grandes solanas acristaladas, en un momento en que el cristal era un auténtico lujo”. Y en la página oficial de la comarca Asón-Aguera se lee: “Ven querido viajero ahora a conocer nuestra cultura. En la comarca del Asón-Agüera encontrarás, entre las calles de sus pequeños pueblos diseminados entre montañas, y que se agrupan en torno a su Iglesia Parroquial, todo el tipismo de la Cantabria rural. Aún es posible llegar a lugares donde el tiempo parece haberse detenido y que te hablarán de un pasado marcado por la marcha de los jóvenes a América y del regreso de los "indianos" que llenaron nuestros valles de una arquitectura popular.
En esta comarca, cargada de tradición e historia, oirás hablar de Mitología cántabra, con las "Ijanas del Valle de Aras", o la Anjana de Asón; de los Astilleros Reales de Limpias, de donde salió la Carabela "La Pinta" para su viaje rumbo a las Indias de Colón; de las Ferrerías de Guriezo o de la victoria de Espartero sobre los Carlistas, en 1.839, que da nombre al municipio de Ramales de la Victoria. Cuenta la tradición que en su huída los Carlistas abandonaron en la plaza un baúl lleno de mantones de Manila que los vencedores repartieron entre las mujeres del pueblo que, aún hoy, el segundo sábado de julio, lucen sus mejores galas en "La Verbera del Mantón".
En el diario digital Siglo XXI, Sergio Brosa escribe, en la sección “Reales de Vellón”, el siguiente artículo: “Indianos y Patricios. En ocasiones se dice que tal o cual persona es generosa porque tiene una inmensa fortuna. Crea fundaciones para hacer el bien a los demás. Pero también para obtener réditos fiscales que finalmente le devuelvan el favor. Los hay que se hinchan de robar por pura enfermedad mental y atesoran fortunas de las que sólo ellos disfrutan hasta que el peso de la Ley cae sobre ellos. Estos pobre personajes, raramente muestran generosidad alguna, salvo el pago de favores a quienes han colaborado en el engaño que les ha llevado a su “éxito” económico. Dos personajes de la reciente Historia económica de nuestro país, fueron singularmente generosos. Un indiano, como se denominó a aquellos que volvieron de América con una gran fortuna, Francisco Gumá Ferrán, de Vilanova i la Geltrú (Barcelona), al regresar a su ciudad mediado el siglo XIX, luego de una larga estancia en Cuba, se obstinó en la realización de una línea de ferrocarril que uniera Vilanova con Barcelona, pues el proyecto de la vía marítima no prosperaba y lo más audaz era el tren. Su ciudad se estaba quedando marginada del progreso económico que experimentaba toda la región por falta de una comunicación directa y moderna con la metrópoli. Así, Gumá obtuvo a título personal, del gobierno de España, la concesión para la realización y explotación de una línea férrea entre Barcelona y Vallas (Tarragona), mediante Ley de 12 de enero de 1877 aunque sin un duro de subvención. El propio Gumá inició una suscripción popular, con medio millón de duros, de los tres y medio que suponía la totalidad del proyecto. Gumá consiguió que todos los suscriptores se apretaran el cinturón y renunciaran a percibir dividendos durante la construcción de la vía férrea. Las contratas se adjudicaron en públicas subastas, entre empresas de la zona, para evitar a las grandes compañías nacionales y extranjeras. En 1881 llegó a Vilanova el primer tren desde Barcelona, gracias a la obstinación, el tesón y la generosidad de aquel indiano que tuvo la voluntad de hacer algo provechoso con su fortuna personal para sus paisanos. Un patricio barcelonés, como se conoce a aquel que por sus virtudes, riqueza o cuna descuella entre sus conciudadanos, Manuel Girona Agrafel, nacido en Tárrega (Lleida) en 1818, fue un financiero de gran éxito profesional que fundó el Banco de Barcelona en 1844 y el Banco Hispano Colonial en 1876, juntamente con Antonio López. Fue impulsor de una línea férrea al igual que Gumá, entre Zaragoza, Barcelona y Port-Bou, en la frontera con Francia. Manuel Girona fue alcalde de Barcelona entre los años 1876 y 1882 y fue el Comisario Real de la Exposición Universal de Barcelona de 1888. Fue en esa época en la que toda Barcelona se transformó, como ahora sabemos que lo hacen las ciudades que son sede de la Exposición Universal, de cara al fenomenal evento que entonces suponía la proyección de la ciudad en el micro mundo civilizado y viajero de la época. A la sazón, la catedral de Barcelona que ya existía en el 559 cuando el Concilio de Barcelona, pero que había sido destruida por Almanzor en el 985 venía construyéndose desde que en 1046 el Conde Ramón Berenguer El Viejo iniciara la construcción de una nueva catedral románica. Posteriormente, en 1298 se iniciaron las obras de la actual catedral gótica, en el mismo emplazamiento de la románica, aunque con inversa orientación de su fachada principal. Las obras fueron alternativamente parando y reemprendiéndose, hasta que en 1519 se dieron por finalizadas, salvo la fachada y el cimborrio, para la reunión de la Orden del Toisón de Oro, convocada por el emperador Carlos I. Posteriormente, la catedral quedó en desuso y en lamentable estado de conservación. Y fue con ocasión de aquella Exposición Internacional cuando Manuel Girona, a sus expensas, decidió en 1882 la finalización de la catedral. La fachada fue finalizada en 1888 para disfrute y solaz de los barceloneses y sus visitantes. El cimborrio se finalizó en 1909 cuatro años después de su fallecimiento. Cuentan que cuando el rey Alfonso XIII, con ocasión de la inauguración de la Exposición Universal y ante la magnitud de la obra en la catedral pagada por Manuel Girona, le propuso en reconocimiento regio, la concesión de un título nobiliario, a lo que este respondió agradecido que, en cualquier caso, los únicos títulos de su interés eran los de la Deuda Pública”.
Galicia, la comunidad que el tópico y la estadística dicen que es la más emigradora de España, ha presenciado durante siglos la llegada de indianos en busca del cielo de su añoranza. Y por supuesto quedan muchísimas obras suyas, hasta fulgurantes pazos. Tanto en la ría de Ferrol como en la de Ares hay muchas edificaciones indianas, la mayoría edificadas a imitación de las cubanas. Cabanas, Mugardos y Fene conservan bellísimos ejemplos de ese estilo colonial. Pero lo más llamativo es el indianismo de algunas cuentas corrientes. Por doquier, encuentra uno familias que hablan de su hermano, tío, padre o primo que viven en Buenos Aires, Montevideo, Río de Janeiro, Bogotá, Caracas, Santiago, San Juan, Miami o Nueva York; de todos ellos cuentan maravillas; conducen coches imponentes, residen en mansiones servidas por legiones de criados, se codean con la flor y nata, y viven, en resumen, vidas de pachás. Hizo bien en marcharse, porque ¿Qué habría sido de él aquí? Lo más interesante de todo, son los giros que mandan de vez en cuando. Con esos giros, se han comprado fincas, se han pagado bodas, se han costeado construcciones y algunos jóvenes han podido ir a la universidad. Con frecuencia, tales familias conocen sólo lo que leen en las cartas y el monto del dinero que reciben. Ignoran que, acaso, ese pariente no vive en una mansión, sino en un piso inmundo; el coche imponente es de decimocuarta mano, del 57, y está más reconstruido que una folclórica de setenta años; se codean con contrabandistas cubanos y colombianos y, para ser realistas, sus vidas son una especie de purgatorio donde, desgraciadamente, la condición de llegar a su cielo ansiado no es una posibilidad obligatoria.
Son muchas las villas de todas las rías y también las cercanías de algunas ciudades donde destacan todavía las casas de indianos, algunas bastante solemnes. En la arquitectura de Galicia, la irrupción de los estilos indianos supuso una renovación muy importante de la arquitectura popular. Sobresalen algunas, como en Los Duesos y Caritel.

Paradójicamente, la nostalgia era también un sentimiento de ida y vuelta. Allí, en aquel lado del éxodo, se añoraba la tierra de la niñez, la familia, los sabores, los olores, los paisajes. Hasta las trifulcas infantiles adquirían el color del recuerdo añorante. Pero al volver, y sobre todo al no recibir el calor y el afecto que esperaban, se daba con frecuencia la nostalgia del país americano donde habían vivido. Por ello, solían tender a crear grupos de tertulianos compuestos por ex emigrantes. Luis Romay Arias, nieto de indiano, recuerda a su abuelo Luis Arias cuando volvió a su Navia natal tras haberse enriquecido con el café en Puerto Rico: “Salía siempre a la barbería, donde se reunía con varios indianos para jugar al tresillo y hablar de sus cosas”. Cosas difíciles de compartir con quien no hubiera vivido su experiencia. Luis Arias fue quien llevó el primer aparato de radio que se vio en Navia, en 1920; endogámico como casi todos los indianos vueltos (por aquello del añorado amor a la familia), Luis Arias se casó con una prima hermana.
Otro ejemplo de consanguinidad fue el indiano que edificó el Palacete Peñalba, en Asturias, transformado ahora en un hotel. Lo mandó edificar la viuda y al mismo tiempo sobrina de Wenceslao García de Bustelo, en el centro de un jardín diseñado por Cecilio Rodríguez. El palacete, con empaque aristocrático y muy hermoso, tiene aire modernista a lo Gaudí y fue proyectado por un ingeniero zaragozano llamado Julián Arbex. Se produjo desde luego esa actitud atribuida de siempre a los indianos: en ese palacete se aunó lo más extravagante con lo que estaba más en boga en el momento de su construcción. Se trataba de imitar en la pequeña villa o aldea lo que relucía más en centros de moda o en las grandes ciudades.

Generalmente, esas casas que mandaban construir los indianos importaban los modos de vida que ellos habían experimentado o, en ocasiones, vistos de lejos, por lo que muchos fueron de los primeros de sus comarcas en tener cuartos de baño y servicios que hoy nos parecen indispensables, como el agua corriente, la electricidad o la calefacción. En la zozobra previa a la iniciativa de emprender la emigración, podían soñarse muchas cosas. Conseguir fortuna no era siempre lo esencial; sí era el camino, el medio, pero los fundamental era dejar de sentirse un paria para alcanzar ámbitos sociales a los que la vida, de permanecer en el mismo lugar, no iba a permitirle acceder. Se dieron casos de indianos que llegaron a adquirir títulos nobiliarios mediante métodos varios, inclusive la compra. Pero de no poder ser, convertirse en propietario de un castillo podía ser un buen sustituto. Tal fue el caso del asturiano Juan Fernández Bao, que a su afortunado regreso compró un castillo en ruinas, en Dóriga. Lo mandó reconstruir como una mansión moderna y confortable, a tal extremo, que hizo traer de la Exposición Universal de París de 1900 un cuarto de baño completo, enorme. Curiosamente, de ese modelo se pidieron sólo dos para ser trasladados a España, uno para instalarlo en el Palacio Real y otro para el castillo de Fernández Bao. La Quinta Guadalupe de Iñigo Noriega tuvo hasta un baño turco. Tal vez jugando a ese papel de ennoblecido sin blasón, y además de la apasionante vida ya reseñada, Noriega fundó ciudades con el nombre de su pueblo de origen. Como ya vimos en otro apartado de este libro, él ejerció como una especie de virrey antes de que la revolución de México lo arruinara.

En El Magazine de El Mundo del 21 de noviembre de 2004, bajo el título “Así lucían el dinero los indianos”, Anneli Bojstad publicó el siguiente trabajo: “Sólo una pequeña parte de los asturianos que emigraron en el éxodo de finales del XIX consiguieron hacer las Américas y construirse una mansión al regresar. En ellas vivieron rodeados de comodidades, como auténticos nuevos ricos. Un libro recorre las casas más importantes y muestra a sus moradores, algunos descendientes de aquellos aventureros de ultramar.
Entre 1870 y 1930, más de 300.000 jóvenes se marcharon de Asturias y cruzaron el oceáno Atlántico en busca de una vida mejor. La mayoría eran adolescentes, incluso niños menores de i7 años, edad tope para poder librarse del servicio militar. “Cuando mi padre tenía i5 años fue andando desde Luanco a Gijón [que distan 13,5 kilómetros entre sí], acompañado por mis abuelos. Él, que iba delante, no paraba de llorar”, relata Inés Mori, hija de José María Mori, un luanquín que hizo fortuna en Cuba. Corrían tiempos de penuria. Son cientos los episodios que ilustran tanto el esfuerzo económico como el trauma familiar que suponía un viaje de ultramar. “Mi bisabuelo, Juan Fernández Bao, marchó con i4 años y fue andando hasta Santander [a 173 kilómetros] para embarcar. Hacía calma, el barco de vela no pudo salir y tuvo que regresar a su pueblo. A su familia, que había hecho un gran sacrificio para pagar la travesía del muchacho, no le hizo ninguna gracia, y casi le echaron de casa”, rememora Juan Álvarez Corugedo.
El destino predilecto de los asturianos era Cuba, pero otros muchos se instalaron en México, Puerto Rico, Santo Domingo, Argentina o Chile. Fueron aquellos países, con su independencia recién estrenada, con sus fuentes de riqueza y su temprana industrialización, los que posibilitaron que se crearan grandes fortunas en poco tiempo. “Aquí La Habana estaba más cerca que Madrid. Mientras la capital española para nosotros era el fin del mundo, todos conocíamos a alguien en La Habana”, explica Paulino Lorences, nieto y sobrino de emigrantes, quien hoy regenta “Al Son del Indiano”, una casa de comidas en Malleza, cerca de Salas, convertida en un auténtico lugar de peregrinación para todos los que quieran rastrear las huellas de los indianos y sentir su pasado. Pero para percibir toda su dimensión y significado, es necesario estudiar las casas que mandaron levantar a su regreso, pues mezclan arquitectura, historias de familia, prosperidad y triunfo social.
El indiano compuso el arquetipo de un hombre hecho a sí mismo. La obsesión de todos estos hombres era la misma: “Hacer las Américas”, es decir, amasar suficiente capital para poder volver a la tierrina, hacerse un palacete en el mismo lugar que su casa natal, casarse con una señora de su tierra y vivir de las rentas. “Salía siempre a la barbería, donde se reunía con unos cuantos que habían ido a América, para jugar al tresillo (juego de naipes)”, relata Luis Romay G. Arias, recordando la vida cotidiana de su tío abuelo Luis Arias, quien volvió a su Navia natal después de haber reunido un capital importante en Puerto Rico con negocios de café. Fue él quien trajo el primer aparato de radio que llegó a Navia, en 1920. Muy endogámicos –una costumbre muy extendida entre los emigrantes asturianos–, Luis Arias se casó con su sobrina carnal.
Otro ejemplo de consanguinidad es el Palacete Peñalba, que fue transformado en un hotel. Lo mandó construir la viuda y al mismo tiempo sobrina de Wenceslao García de Bustelo. Con aire modernista a lo Gaudí, fue obra de un ingeniero zaragozano llamado Julián Arbex. Y aquí hallamos algo de la esencia de lo indiano: llevar lo último, lo más extravagante, lo que estaba en boga en las grandes ciudades o en los selectos lugares de veraneo, y extrapolarlo a pleno campo, a la villa, al pueblo natal, y, a veces, hasta a la aldea. Las ostentosas casas de los emigrantes adinerados fueron las primeras en tener cuartos de baño, agua corriente, calefacción y luz eléctrica. Los dueños del palacio de Doriga quisieron que todo estuviera “a lo último” y con las mejores calidades. “Se trajeron un inmenso cuarto de baño de la Exposición Universal de París de i900. Se pidieron dos para España: uno para la Casa Real y otro para el palacio”, comenta Juan Álvarez Corugedo al referirse a la reforma que acometió su bisabuelo, Juan Fernández Bao, en un castillo medieval adquirido a su regreso.
La Quinta Guadalupe en Colombres tenía incluso una sauna o un “baño turco”, como se denominaba entonces. La vida de su dueño, Íñigo Noriega Laso, daría para más de un libro. “Don Íñigo marchó a México con 15 años, llamado por mi abuelo, Íñigo Noriega Mendoza, tío carnal suyo”, cuenta Alfonso Noriega Sánchez, miembro de la saga y nacido en 1914. Con el tiempo, Don Íñigo llegó a ser uno de los principales terratenientes de México. Tuvo palacios, minas de plata, industrias textiles, ferrocarril y hasta un pequeño ejército. También fundó las ciudades llamadas Colombres y Ciudad Reinos. “Era un auténtico virrey, muy poderoso e influyente”, dice Alfonso. Se casó con una mexicana y tuvo 11 hijos. Cuando en 1910 estalló la revolución mexicana, el indiano perdió absolutamente todo y murió arruinado en 1920. Pero hoy día, como un monumento a la figura del indiano –mitad realidad y mitad leyenda–, queda su casa, Quinta Guadalupe, construida en i906 y que ejerce orgullosa como sede de la Fundación Archivo de Indianos.
Signo de distinción. En clave genealógica, la Casa de la Torre en Somado (concejo de Pravia) representa el paradigma de construcción indiana. “Fue mi padre, Fermín Martínez, quien la hizo para su anciana madre”, nos cuenta el hijo del indiano y uno de los actuales propietarios de la casa, Antolín Martínez. Don Fermín, que marchó a Cuba en 1886, con 18 años, era natural de Somado e hijo de un indiano más modesto. Otras residencias que amplificaron el próspero regreso de los emigrantes americanos fueron Villa Isabel, La Javariega o El Noceo, englobadas en un catastro que reúne centenares de hermosas y grandilocuentes edificaciones. Todas ellas son un manual de interiorismo con alardes de lujo y ostentación: paredes decoradas con estuco, cerámica o pinturas murales de paisajes lejanos. Tampoco solía faltar una sala de billar, un juego muy popular entre los emigrantes retirados. Las galerías acristaladas, adornadas con muebles ligeros de caña, bambú o mimbre, eran espacios informales que comunicaban con un jardín romántico. Entre el arbolado exótico de este trazado sinuoso, destaca la emblemática palmera de la entrada, que ha llegado a ser sinónimo de casa indiana y que, a veces, era traída por el propio emigrante. Otras especies muy frecuentes son las araucarias, los cedros y las magnolias. Pero no hay ningún estilo indiano. Lo singular de estas edificaciones yace en su ubicación, en pleno medio rural. El estilo de las casas varía según fecha de edificación y gusto personal. Muchas tienen el estilo modernista predominante en el cambio de siglo, mientras que otras siguen la tradición vernácula de las antiguas casonas. Un destacado número se inspiraba en la arquitectura colonial, con techos planos, balaustradas, porches… Destaca la figura de Manuel del Busto, el arquitecto indiano por excelencia que, nacido en Cuba, diseñó el conocido Centro Asturiano de La Habana, y obtuvo muchos encargos de los emigrantes que regresaron con los bolsillos llenos.
En cuanto al tamaño de las viviendas, éste depende de la capacidad económica del fundador: desde una reforma de una modesta casa de aldea a la que se añadía una torre o una galería acristalada, hasta la construcción de enormes edificios, de corte palaciego, como Quinta Guadalupe, con más de 1.600 m2 construidos. ¿El precio actual? El metro cuadrado de una casa indiana cuesta entre 120.000 y un millón de euros dependiendo de la localización, el tamaño y el estado de conservación, entre otros factores. Un edificio en zona rural con 242 metros y a reformar cuesta 175.000 euros. En Ribadesella, 400 metros de casa lista para vivir se van hasta los 510.000 y en Cadavedo, en la costa, hasta los 800.000 euros.
Por aquel entonces, las obras y la construcción también costaban un potosí. La mayoría de los que marcharon procedían de familias campesinas y para elevar un palacete había que tener muchísimo dinero. Ramón Argüelles, ennoblecido con el título de marqués de Argüelles y nacido en una aldea de Llanes, es sin duda uno de los más espectaculares ejemplos de vertiginoso ascenso social. Emigró a Cuba e hizo gran fortuna con el comercio de tabaco. De hecho, cuando estalló la guerra contra Estados Unidos en 1898, desembolsó la, para entonces, inmensa suma de 10.000.000 de pesetas destinadas a equipar al ejército español. La segunda donación más importante fue la de la reina regente María Cristina, quien aportó 1.000.000 de pesetas. Pero no todos regresaron con el equipaje repleto de billetes. Hubo cierto rechazo del pueblo hacia los emigrantes que no triunfaron en América –en realidad, la inmensa mayoría–, a quienes les solían llamar con desprecio “americanos del pote” o “indianos maleta al agua”.
Casi todos los asturianos de ultramar estaban vinculados al sector del comercio. Lo más común eran los almacenes de coloniales o los llamados establecimientos de “ramos generales”, donde se vendían todo tipo de productos, desde alimentos hasta ropa. Fue así como se fraguaron El Corte Inglés de Ramón Areces y Galerías Preciados de Pepín Fernández. Nacido en un pueblecito llamado La Mata, Areces puso rumbo a Cuba con 15 años para trabajar junto a un tío suyo en los almacenes “El Encanto”. Como él, muchos de sus paisanos regentaron negocios mayoristas de importación-exportación, de tabaco, de tejidos… Otros, en menor grado, se vincularon a la agricultura.
La figura del “tío”–un pariente o vecino, ya establecido en la nueva tierra, como ilustra el caso de Areces–, es esencial a la hora de entender el rápido ascenso de muchos emigrantes. Éstos prometían lealtad y disciplina, y a cambio se les hacía partícipes del negocio. Cuando el “tío”, ansioso de volver a su terruño, liquida el negocio, los sobrinos ocupan su sitio. Pero los comienzos de la vida en ultramar no fueron fáciles. “Se contaba en casa que mi abuelo y sus hermanos trabajaban de sol a sol; que dormían encima de un saco detrás del mostrador para estar de servicio 24 horas al día, con las ratas pasando por encima. Por la mañana venían a despertarles echándoles agua en la cara”, comenta Juan Carlos Bragado Pérez, nieto del indiano José Pérez, vecino de Villapedre que, junto con sus hermanos, fundó en La Habana el almacén de coloniales Hermanos Pérez Martínez.
En el ámbito social, el masivo éxodo hacia el otro lado del Atlántico cambió para siempre la vida de los asturianos, incluso de los que nunca llegaron a marchar. Los indianos financiaron muchas obras que mejoraron la calidad de vida de los habitantes de sus pueblos natales; costearon traídas de agua, electricidad y teléfono, trazaron carreteras, levantaron iglesias, dotaron de cobertura médica a muchos pueblos… y sobre todo escolarizaron el Principado. Querían dotar a las nuevas generaciones de una formación de la que ellos carecieron.
No cabe duda que la aventura americana transformó las estructuras sociales y financieras de Asturias, aunque muchas de las fortunas indianas se esfumaran. Más de uno, ansioso de volver a la tierrina, dejó todo en poder de un administrador en el país americano, sólo para unos años más tarde asimilar la ruina. Hoy, muchas de las casas han sido vendidas a terceros como viviendas permanentes o residencias veraniegas. Guardianas de una era histórica y crucial, las hay que se han adaptado a los nuevos tiempos convertidas en pequeños hoteles con encanto como el Palacio Arias en Navia, el Palacete Peñalba en Figueras o Villa Argentina en Luarca. Otras, decadentes “bellas durmientes” casi ocultas por grandes árboles, esperan todavía que alguien las venga a despertar para devolverles su brillo de antaño”. (“Indianos: la gran aventura” (Ed. Antonio Machado Libros), de Eduardo Mencos y Anneli Bojstad. Precio 36 e. Fundación Archivo de Indianos. Colombres, Asturias. Tel.: 985 412 005).
No siempre tenemos en cuenta que muchos indianos aplicaron a su vuelta a España los conocimientos comerciales que habían practicado con holgura en sus ciudades de acogida. En todos los países hispanoamericanos existe ese tipo de comercio que los estadounidenses denominan “drugstore” y que en nuestra tradición clásica llamaban boticas, y de ahí el refrán “hay de todo, como en botica”. De esa manera múltiple e ilimitada de entender los comercios públicos se inventaron El Corte Inglés de Ramón Areces y Galerías Preciados de Pepín Fernández.
Natural de una aldea llamada La Mata, Areces se fue a Cuba con 15 años, donde trabajó para un tío suyo en los almacenes “El Encanto”. Lo que ocurrió en su madurez, todos lo sabemos más o menos. La de Areces es otra biografía digna de lo que ahora llaman “biopic” o de una novela épica a la manera de Steinbeck.
Tal como hemos visto en el caso de Areces, tener un tío en América era providencial para emprender tan rápidos progresos. Se beneficiaban ambos, generalmente. El sobrino progresaba mucho más aceleradamente que sin tío, y el tío se curaba o aliviaba con el sobrino la nostalgia del pueblo y la familia. Además, si el tío no podía resistir más su añoranza y decidía volver, era el sobrino el que se quedaba en su lugar. Tal como vemos que pasa ahora con ciertas comunidades de inmigrantes, que llegan a compartir un piso para cuarenta y cincuenta personas, también nuestros emigrantes sufrieron esa clase de privaciones, aunque tal vez sin llegar a tanto. Juan Carlos Bragado, nieto de un indiano llamado José Pérez, de la villa de Vilapedre, relata que “Se contaba en casa que mi abuelo y sus hermanos trabajaban de sol a sol; que dormían encima de un saco detrás del mostrador para estar de servicio veinticuatro horas al día, con las ratas pasando por encima. Por la mañana venían a despertarles echándoles agua en la cara”. José Pérez creó en La Habana el almacén Hermanos Pérez Martínez.

Todos en España conservamos familiares en el continente americano pero son ya parientes nacionales de su país de emigración en segunda o tercera generación. Ya no se da ni siquiera de manera residual el fenómeno altruista de los indianos pródigos; no vuelven como benefactores de sus aldeas ni llegan exhibiendo sus riquezas. Cuando vienen a España los familiares que nos quedan por allá, viajan como turistas cualesquiera, de manera transitoria, o vienen sus hijos y nietos como inmigrantes, o llegan ellos mismos en busca de obtener una pensión.
Pero de los que volvieron en la plenitud de sus fortunas no podemos dudar en ningún caso de su desprendimiento, que alcanzaba proporciones heroicas siempre.

En un documentado estudio sobre la importancia de los capitales indianos en las distintas economías regionales, realizado para la Universidad de Sevilla, Antonio Florencio Puntas escribo lo siguiente sobre el indianismo en Andalucía:
“El trasvase de capitales indianos hacia la Península es un largo proceso histórico que hunde sus raíces en los primeros momentos de la conquista y colonización de América. En dicho proceso Andalucía jugó un papel esencial, debido a la propia organización del tráfico colonial. En una primera etapa Sevilla y, posteriormente, Cádiz, serán puntos de destino de buena parte de los capitales repatriados. Mientras que el fenómeno en la etapa colonial ha merecido una gran atención por parte de los historiadores, no sólo andaluces, para lo sucedido a partir del siglos XIX en torno a la repatriación de capitales que tuviera Andalucía como punto de destino, hay un verdadero vacío historiográfico.
Tal vez el mito generado en torno a los beneficios obtenidos por la región en el tráfico colonial, y el complementario que la pérdida de las colonias fuera en buena medida la causa del declive económico de la región y de su fallido intento de industrialización, sea la razón de esta falta de interés de los historiadores andaluces por dicho fenómeno.
A partir de los trabajos disponibles, de carácter general, sobre el trasvase de capitales en el siglo XIX, la impresión obtenida es que la participación andaluza, en términos comparativos, fue modesta. En la primera etapa de la repatriación, la que tiene lugar a raíz del inicio de la independencia de las colonias continentales, no parece que los puertos españoles fueran lugar preferente de destino de los capitales, debido a la inestabilidad política, desviándose las mayores fortunas hacia Francia y Gran Bretaña. En el caso andaluz, únicamente en Cádiz se ha detectado una notable llegada de capitales indianos, aunque otra cuestión es saber cuántos permanecieron. Sólo se sabe que desempeñaron un importante papel en la financiación del proceso de modernización de la industria vinatera del Marco del Jerez.
Consumado el proceso independentista y hasta 1880, fecha en que se inicia la emigración en masa, es conocido el protagonismo desempeñado por Madrid y Barcelona como lugares de asentamiento de las grandes fortunas repatriadas, especialmente en el caso de la élite hispano-cubana. Una élite que invierte en Andalucía sólo una mínima parte de sus elevados activos patrimoniales, una inversión localizada mayoritariamente en Cádiz.
Finalmente, tampoco parece que Andalucía absorbiera grandes capitales en la época dorada de las remesas, la comprendida entre 1880 y 1914, como se pone de manifiesto en los giros pagados por las entidades bancarias andaluzas”…

No se puede dudar ni con la peor de las voluntades que la, en muchos casos, desventurada aventura americana transformó las estructuras sociales y financieras de España. Estos emigrantes que tanto habían padecido, prodigaban su generosidad no sólo con sus familias; también los amigos que añoraban de su niñez se beneficiaban de su prodigalidad, aunque no fuera infrecuente que el perro mordiera la mano que le daba de comer. Porque no siempre recibían gratitud, precisamente, a cambio de su desprendimiento. Al donar a los parientes, amigos y paisanos, estaban contribuyendo al progreso de su comarca, su comunidad y, en conjunto, entre todos los indianos contribuyeron de modo decisivo a que España diera saltos en el tiempo. Resulta asombroso que exista tanta literatura ironizando sobre los indianos o aplicándoles epítetos completamente inmerecidos, y no abunde el reconocimiento impreso de algo sin lo cual nuestro país habría tardado mucho más en encontrar las vías de la modernidad. Sin duda.
Algunos creen que los indianos prodigaban tanta generosidad porque no tenían a quién dejar sus fortunas. Esto es completamente falso. Hasta podían tener un exceso de herederos lisónjeándoles y figiéndoles lealtades hipócritas. Sólo la falta de información y la visión miope de quien no ha visto más mundo que su calle pueblerina puede conducir a ese prejuicio tan injusto; también puede tratarse de gente con malísimas intenciones. De nuevo hay que invocar la falta de información de quienes han venido abordando la cuestión, inclusive desde importantes cátedras sociológicas. Muchos de aquellos dadivosos y altruistas indianos venían presidiendo un gran desfile familiar que podía estar compuesto de tres generaciones, gente que siempre cruzaba el Atlántico a regañadientes. Decía el filósofo que “vivimos un destierro perpetuo dentro de nuestra piel. Por eso, todo lo que podéis conocer de mí está aquí, en mi epidermis”. Podían parecer incomprensibles, extravagantes y “raros” si no se les traspasaba para ver dentro de sus corazones. Los años de suspiros por una rodaja de salchichón no tienen precio. Los años de ayes dedicados al recuerdo de la fiesta mayor del pueblo nadie podría pagarlos. El hecho innegable, y muy doloroso, es que sin planteárselo, lo que intentaban los indianos era “comprar” su derecho a vivir donde tan fervientemente deseaban. La de pagar una especie de peaje no era una idea que surgía porque sí. Se debía a los comentarios malévolos y a los malos gestos, que no eran precisamente de bienvenida, y a las actitudes suspicaces en general de sus paisanos y parientes. Y a veces, también de las instituciones.
El peor consejero de cualquier opinante es el prejuicio. Nada hay más distorsionador y engañoso que basarse en el prejuicio a la hora de establecer opiniones sobre cualquier asunto, inclusive si quien lo hace es una persona culta y razonablemente inteligente. Y da la casualidad de que pocas actividades humanas han sido más tergiversadas por el prejuicio que la vida y actuación de los indianos. Hasta literatos de indudable categoría han caído en la ironía soez y en la humorada fácil, porque, mayoritariamente, tales literatos no han sido emigrantes ellos mismos ni han observado con mirada clara e incisiva el fenómeno. Casi todas han sido opiniones basadas en la apreciación superficial sostenida por clichés y caían en la tentación irresistible y perezosa de realizar descripciones crueles y facilonas, con las que provocar las risas de gente dada a verlo todo con la mediocre e inculta tendencia de no analizar. Igual que el articulista que siendo barrigón, desdentado, cabezón y calvo, se burla del aspecto físico de los demás. Esa manera desagradable y estúpida de ser “gracioso” se ha practicado y se practica todavía mucho entre nosotros, y desgraciadamente también en todos los medios, incluida la televisión, y la gran literatura no ha estado jamás exenta de ello. Así, se observan burlas crudelísimas basadas en el desconocimiento de un hortelano o en las torpezas de una criada; como si los hortelanos y las criadas no tuvieran la desgracia de ejercer tales profesiones por no haber ido a la universidad. Es frecuente oír en reuniones sociales a una señora gorda, fofa, coronada de laca y mal maquillada, con grandes aspavientos de risotadas estridentes y maleducadas, relatar los errores de sus asistentas de hogar que con demasiada frecuencia tienen mucha más dignidad que ella misma. Si no se supiera de sobra que el sufrimiento de los emigrantes es una constante en cualquier lugar y tiempo, el solo hecho de volver dadivosos y orgullosos de sus conquistas a repartir donaciones debería haberles hecho siempre acreedores de entusiastas reconocimientos. Porque, de acuerdo con las afirmaciones de los moralistas, el sufrimiento dignifica y el de los emigrantes es difícilmente comparable. Muchas veces, el escepticismo y la burla eran causados por lapsus de memoria de los indianos; tales escepticismo y burla no caían en la cuenta de que, a diferencia de ellos mismos, que no habían visto más mundo que su localidad y conservaban grabada en la memoria una crónica exacta y precisa de los procesos experimentados por su comunidad y sus amigos a lo largo de toda la vida, los indianos tenían, al menos, que registrar en la memoria el doble de datos prácticos y ambientales que ellos. Eso, si sólo habían residido en una ciudad o país de acogida; estaban forzados a memorizar recuerdos de su localidad de origen y la de la emigración, por lo tanto, el doble que cualquiera de sus paisanos. Pero si habían vivido en distintos emplazamientos en busca de su destino, entonces la cosa se complicaba muchísimo Mas cualquier lapsus en sus recuerdos era interpretado por sus prejuiciosos paisanos como una prueba de las “mentiras que dice para ocultar quién sabe el qué”. Los economistas, sociólogos y estudiosos, aunque no hayan emigrado, sí saben los beneficios que han representado para España el anhelo “reconstructor de raíces” de los indianos. Es muy probable y, más que probable, es seguro, que la aportación de los indianos ha representado en realidad mucho mayor beneficio para la economía, la vida y la modernidad de España que todo cuanto la leyenda negra dice que rapiñamos en América, leyenda que no suele hablar del papel de los comerciantes holandeses, napolitanos y londinenses en los trapicheos y corruptelas de la Casa de Contratación, exclusivista del Comercio de Indias. Pocos reflexionan sobre que los indianos tenían muy pocas posibilidades de concretar sus ilusiones puestas en la idea de reintegrarse a la tierra de su juventud. Volvían siempre en busca de algo que ya no existía, lo que causa inevitable perplejidad, y, además, jamás se les prodigó el cariño de bienvenida por muchos billetes que repartieran.
Aunque quedan incontables viviendas y obras de indianos repartidas por todo el territorio español, islas inclusive, se trata de un fenómeno que ya ha pasado a la historia. Lamentablemente. Causa una desasosegante mezcla de sentimientos que el fenómeno no pueda continuar; en cierto sentido alegra, porque ya no queda mucha gente obligada a permanecer con el corazón roto ni desorientado en lugares extraños; pero también produce pena, porque ese avance prodigioso de nuestra sociedad, anterior a los planes de estabilización y desarrollo, fue causado en primer lugar por los indianos. Entristece no verles ya prodigar favores ni declarar ampulosamente que ellos reedificarán esa joya local que está derrumbándose. Nadie viene ahora a importar una arquitectura, un modo de vida, una ilusión ni un progreso. Ya no podemos encontrarnos, ni siquiera en nuestras películas, con aquellos ex emigrantes arrogantes, simpáticos, desprejuiciados y dicharacheros, tocados con jipijapas y vestidos con trajes de hilo blanco, que llegaban en soberbios automóviles y se pateaban todo el pueblo y sus alrededores en busca heroica de alguna carencia que cubrir. Para colmo, las veces que nuestro cine ha abordado las relaciones entre España y sus antiguas provincias americanas no podría haberlo hecho peor. Si los literatos pervirtieron ya desde hace siglos la imagen del indiano, el cine, al menos el cine de los cincuenta-sesenta, la acabó de enmendar. Para quien haya compartido vivencias con emigrados y con argentinos, brasileños, venezolanos o mexicanos en su “salsa”, la imagen de ellos que se transmitían en aquellas películas eran parodias ridículas e inadmisibles, que en ningún caso reflejaban la realidad ni remotamente.
Al mismo tiempo que los indianos desaparecen, empiezan a escasear los españoles en muchas ciudades que antaño figuraron entre las favoritas para emigrar. De igual manera, decaen por aquellas tierras los restaurantes especializados en zarzuelas de mariscos y paellas mixtas, y desaparecen las churrerías. Al mismo tiempo que deja de importarse salchichón, sardinas-arenques, aceite de oliva, sobrasada y jabugo. Puede que pocos caigan en la cuenta de que la decadencia económica de algunas grandes ciudades hispanoamericanas, otrora florecientes, podría achacarse a que fueron abandonadas por sus importantes e influyentes colonias de emigrantes españoles. Aunque resisten vigorosas, y muy nostálgicas, las colonias de Buenos Aires, México y algunas otras, que son muy respetadas en tales países, ya no se produce aquel milagro casi inverosímil de que regresara alguien, que una vez fue modesto, a solventar los problemas de la aldea o la villa. O a deslumbrar a sus paisanos con dispendios que los lugareños sólo podían imaginar con grandes esfuerzos o, directamente, eran incapaces de imaginar. O soñar. Que se hayan extinguido los indianos tal vez sea para bien como síntoma de que España ha tomado en un siglo muchos de los trenes que dejó pasar de largo en tiempos pretéritos, pero desgraciadamente para la imaginación, el asombro y el dinamismo de ciertas poblaciones la entrañable figura del indiano pródigo ya no podemos verla más.